Algo se transforma en alguien

Por Gisela Vanesa Mancuso

 

“[…Vi el alba y la tarde […], vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como un espejo,[…], vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.”
Jorge Luis Borges en El Aleph, “El aleph”.

2007-11-18-18-19-31

En este secreto del mundo en el que la idiosincrasia del folklore se subleva frente a lo barrial que vacila en el vértigo de la era moderna; en esta esquina irreverente que se encapricha en llamar la atención, como infinitas rectas invisibles se abre un universo. Esquina, cerradura por la que se espían, superpuestos, los colores, los materiales, los olores, las formas: el cuero que se impone como verdadero frente al recuerdo del zapato que ha dicho ser de su composición en algún centro comercial; las hierbas curativas; los quesos aromatizados; los duendes protectores de hogares; los baberos con el estampe del escudo de Nueva Chicago; las barajas de Violetta, las españolas y las de Kitty; y las cartas que una señora, en su puesto rudimentario, le arroja a una chica que quiere saber su presente o su futuro. Que quiere que la quieran.

El andar sin pretender abarcarlo todo. El andar andariego, con alpargatas y sin ostentación de llevarse puesto todo en los ojos, es la llave para que un inconmensurable aleph se nos presente realizado, sin ficciones, abriéndonos puertas de culturas engarzadas que validan un tango en pantuflas, un paso doble entre niños. Un aleph que se engorda en el caleidoscopio de una nena “escondida” detrás de un tronco que es más angosto que su polar y sus calzas; un agujero a través del cual todavía convergen el campo y la ciudad; el olor a pasto mojado y el smog; el resero y el administrativo; el caballo y la bicicleta; la cumbia y el chamamé. El Bar Oviedo y los churros. El Museo (donde lo quieto ha sucedido y replica) y la vida que se esparce frente a los ojos y en los ojos: manos entrelazadas, pirulines, manzanas acarameladas con pochoclos, manos que se separan, árboles desnudos,  aplausos.

Alguien canta aquí, alguien recrea a El Polaco. Y alguien allá, sin marearse, gira y gira en el lugar para que el vestido fucsia se abra como una rosa china antes del Carnavalito tímido sobre el escenario.

guitarra

Ha lloviznado hace unas horas y acaso sólo la memoria de Funes, que sigue recordándolo todo en el libro de Borges, pueda inventariar sin omitir ni falsear y pueda cronicar sin victimizarse frente al olvido, que en la Feria de Mataderos se han matrimoniado la parsimonia de las llamas que, sin soltar la defensiva escupida, toleran las fotos con todos los chicos del domingo, con la adrenalina de los que esperan el momento de lucir el baile y los atuendos norteños detrás del escenario en el Paseo Liborio Pupillo.

“Imagino que algo se transforma en alguien”, se inscribe sobre una hoja A4 pegada sobre una de las columnas del otrora Mercado de Hacienda. Y algo en alguien se transforma cuando los pañuelos de colores se balancean y se unen de a pares al rigor de una zamba y que, como alas rojas y azules, rosas y celestes, cuyos cuerpos portadores camufla la multitud de la audiencia, se desperezan en el aire de estos y otros más viejos tiempos. Hay manos que vuelan solas entre la brisa gélida de La Feria. Hay cuerpos que, debajo de ellas, las desprenden para dedicarlas a los que, distantes, no pueden sino verlas a ellas, enteras, birlándoles un consuelo al clima, ofrendándoles una llama de adentro al invierno que se ha estrenado afuera.

Todo hay. Todo se respira, aun lo que por domingo se desea elidir del mundo; aun el desasosiego de un talentoso guitarrista sin una moneda (ni dorada) sobre la funda del instrumento; aun los ojos brillosos de ese padre que quisiera comprar un puesto entero de aros a su hija y, en cambio y por un vale todo, le baja una nube de cielo rosa de azúcar; aun la finitud alarmante de esa longeva que va camino al gran escenario con su vestido que es de princesa durante el baile, que es de mujer que va a la farmacia al otro día.

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Todo hay. Todo falta. Los puesteros dicen que falta luz, que se van temprano porque la oscuridad y porque el peligro. Otros le tienen miedo a quien ahora escribe, a quien ahora anota. Piensan, dicen, que tal vez se trata de una inspectora de impuestos y no una observadora de otras cosas, más profundas, que nos gravan. A ellos, a los andariegos, aun a las llamas, aun a esa cosa que es La Feria que deviene en alguien, que deviene en todos nosotros.

Todo hay. Todo falta. La mujer que se tira las cartas dice que ahí dentro, con la vidente, todo era posible y ahora, otra vez, la desesperanza y la desesperación. Dice que a veces la felicidad le dura un rato cuando las barajas le dicen que “a la vuelta de la esquina” está el amor. Dice que a veces vuelve. Que vuelve cuando le salen anchos falsos y un dos de copas vacías. Que vuelve el domingo siguiente a pedirle a la señora otro puesto en el futuro.

Un aleph. Una cerradura en una esquina por la que huye el humo del tabaco, la última succión del mate, la mirra, el sándalo, el repiquetear sobre los legüeros santiagueños, los gauchos de Molina Campos y la densidad relajante del aroma a lavanda.

Es difícil escribir y describir y ser exacto cuando, en unos segundos, el corazón se te hace un colibrí y algo se transforma en alguien.

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