Voluntaria en Medio Oriente

Por Santiago Carrillo

Granito por granito, una historia de amor, así se construye un mundo justo. Sería más fácil si es un poco de todos, que mucho de unos pocos.

Cristina Pardo sueña y trabaja por cualquiera que sufra una adversidad. No tiene fronteras y con Cascos Blancos, la organización de ayuda humanitaria que depende de la Cancillería Argentina, fue a Irak para asistir a los refugiados sirios.

La historia

El reloj que estaba sobre la mesita de luz marcaba las 10 de la mañana. Era un día nublado y gris, como el despertar de Cristina Pardo luego de un ensueño que le trajo viejos recuerdos, cuando era misionera en el monte selvático de Santiago del Estero, en 1978, y los militares le hacían amenazas telefónicas por considerarla subversiva. Cristina miró por segunda vez la hora y recordó que su primer paciente llegaría al consultorio por la tarde y, entonces, se levantó, se lavó la cara en el baño para despabilarse y se preparó un café con leche con dos tostadas para acompañar la lectura de las noticias y revisar la casilla de mails.

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De repente, sintió una descarga eléctrica en su delgado cuerpo, desde los pies hasta su cabellera lacia y morocha, que la hizo dudar si realmente estaba despierta: Cascos Blancos, la organización dependiente de la Cancillería Argentina, solicitaba voluntarios para una misión humanitaria en Irak para asistir a refugiados sirios, desplazados del territorio por la guerra civil que había comenzado hacía pocos meses, a principios del 2012.

Cristina Pardo estaba en la base de datos de Cascos Blancos desde 2005, cuando brindó apoyo como psicóloga social a los médicos del Hospital West Jefferson, en Nueva Orleans, luego del paso del huracán Katrina.

Los finos labios de Cristina se estiraron lentamente para formar una sonrisa que le achicó los ojos celestes, brillantes de alegría, y en un estado de efervescencia leyó el archivo que envió ACNUR, la agencia de Naciones Unidas encargada de los refugiados, que pedía ayuda a Cascos Blancos: un grupo de trabajadores sociales tenían que ir al campamento de Dohuk, ubicado en el Kurdistán -zona norte de Irak que limita con Siria y Turquía-, para funcionar como intermediarios entre las personas y las autoridades responsables. Además, el comunicado explicaba el conflicto: grupos rebeldes intentaban derrocar al Presidente sirio Bashar Al-Asar por considerarlo violento, sanguinario y corrupto.

 El escenario

Mientras en el aeropuerto internacional de Ezeiza Cristina conocía a sus compañeras Myriam Selman, trabajadora social, y Alejandra Loughlin, arquitecta, en la ciudad de Ibdid, ubicada al noroeste de Siria y a pocos kilómetros del mar Mediterráneo, una multitud se manifestaba pacíficamente en contra del régimen de Bashar Al-Asad y en reclamo de libertad. Las personas cantaban “Vamos a seguir luchando; Bashar que Dios te castigue” y acompañaban con aplausos.

Las personas que marchaban adelante cargaban un cuerpo difunto y envuelto en mantos blancos: Chadi, un hombre que había sido asesinado por un francotirador del Ejército Regular en una concentración similar, el día anterior.

Cuando los activistas estaban enterrando a Chadi en un pozo que estaba en el medio de las calles repletas de escombros, los civiles escucharon el sonido de los aviones que estaban cada vez más cerca.

De inmediato, todos se dispersaron y corrieron atemorizados en búsqueda de algún refugio entre los edificios que seguían en pie, por el bombardeo del régimen que no tardaría en llegar.  Un explosivo detonó muy cerca de Abdul, un propietario de una huerta de olivos. Su nieto de 12 años, que había presenciado como las esquirlas le perforaron el tórax, se acercó corriendo y llorando. Le tomó las manos ensangrentadas al abuelo, se las llevó al pecho y apretándolas le dijo ¡Levántate! Fue en vano, Abdul estaba muerto.

Esa misma noche Salaj, padre de familia y gerente en una empresa multinacional, decidió que ya no tenía más nada que hacer en Ibdid. Junto a su esposa e hijas, de 8 y 5 años, tomaron unas pocas pertenencias, el poco dinero que tenían a mano, la comida que podían trasladar y se embarcaron rumbo a la frontera con Irak para escaparle a la muerte. El camino de 758 kilómetros tendría que ser apresurado y sigiloso: el gobierno de Bashar no permitía opositores, desertores ni personas que dejaran el país.

El viaje de las argentinas también fue largo. Primero 12 horas de vuelo hasta Madrid y después otras cinco a Jordania, donde debían realizar un curso de seguridad. Cuando pisaron Amán –capital de Jordania- sintieron un calor abrumador que pesaba sobre sus hombros. El sol les quemaba la piel y solo sintieron alivio en el momento que subieron al climatizado móvil de Naciones Unidas, que las llevaría al hotel donde se hospedarían.

En el trayecto, las palabras se les quedaron atragantadas porque no podían describir el lujo y la sorpresa que les causaba ver tal cantidad de autos extravagantes que andaban por un asfalto que parecía encerado y tenía modestas luces rojas a sus laterales. Las construcciones tipo arabescas las trasladaron a un mundo que imaginaban tan mágico como el de Aladín; la arquitectura ostentosa ponía severa atención en las aberturas doradas y finamente talladas, combinadas con el tono arena de todas las edificaciones y un fondo de montañas áridas que veían a lo lejos.

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La llegada a Dohuk

Luego de realizar el curso, se dirigieron en un vuelo de dos horas hasta la ciudad iraquí de Erbil, exponencialmente menos lujosa que Amán, para finalmente trasladarse en una caravana de camionetas hasta Dohuk, donde estaba el campamento de refugiados y zona que había sido sede de enfrentamientos en la Guerra del Golfo, en 1990.

El asentamiento se encontraba a ocho kilómetros de la ciudad y estaba repleto de carpas blancas octogonales con capacidad para seis personas, separadas por sectores: las familias de un lado y los solteros por el otro.

Apenas llegaron, Myriam tenía unas desesperadas ganas de orinar y le preguntó a un doctor de Médicos Sin Fronteras que pasaba por allí donde estaban los baños. Tardó más de media hora en encontrarlos porque no había ninguna indicación: habían detectado el problema fundamental de la falta de cartelería.

El lugar para bañarse era una estructura cuadrada que no tenía puertas. Entonces, las mujeres tenían que ir de a pares: mientras una se aseaba, la otra se ocupaba de taparla.

Cristina y Myriam entendieron que era una situación gravísima y de inmediato se dirigieron a las oficinas a exigir el acondicionamiento del lugar porque era un escenario proclive para abusos sexuales.

Los encargados del campamento les explicaron que entendían el reclamo pero que era muy difícil atender todas las necesidades cuando ingresaban cientos de personas por día. Por ello, Alejandra tenía una función diferente: era la encargada de verificar y programar los mejoramientos arquitectónicos.  En ese entonces, había alrededor de 2 mil personas en el campamento. Al cabo de un mes, cuando terminaría la misión de Cascos Blancos, habría más de 14 mil refugiados.

Todos los días las tres mujeres se levantaban a las 7 para desayunar en el hotel en Dohuk, un móvil de Naciones Unidas las llevaba al campamento a las 8 y las pasaba a buscar a las 17 para trasladarlas de vuelta. Apenas llegaban, una multitud de personas se amontonaban desesperados para manifestar las inquietudes a Cristina y Myriam. Un hombre muy flaco y con una barba desprolija hacía semanas se le acercó a Myriam. Era Salaj. Le dijo que había llegado unos días atrás y que con su esposa e hijas la esperaban para que los visitara. Por supuesto, le respondió Myriam.

Al día siguiente, Myriam y Cristina fueron a la carpa de Salaj. Apenas entraron, la familia entera sonrió tímidamente, como si se hubieran olvidado lo que era ser felices. Fatima, la esposa de Salaj, las hizo pasar y sirvió té para todos sobre una mesa ratona.

Salaj les contó su huida de un país que nunca había abandonado, la impotencia de soportar el olor a podrido de los cadáveres de sus vecinos y no poder ni siquiera recogerlos, porque sino también sería ejecutado, mientras se ocultaba en el sótano de su casa que estaba en ruinas.

-¿Cómo hago para sacar el horror de mis ojos? Si aunque los cierre sigo viendo todo-, decía Salaj mientras abrazaba a su hija más pequeña.

Entonces, Myriam y Cristina le regalaron algo que la familia hacía tiempo no tenían: un oído comprensivo, un hombro que aguantara el llanto, un abrazo que los reconfortara y palabras justas para alentarlos.

-¿A ustedes les importó lo que pasaba en Siria?-, preguntó Salaj desconcertado de que las mujeres sean argentinas.

-Sí, claro. Veíamos las noticias y nos preocupábamos mucho-, contestaron.

La escolaridad y la guerra

Cerca del campamento que albergaba a más de 350 chicos en edad escolar había un colegio local, pero le era imposible abastecer tal afluente de alumnos. Entonces, después de varias caminadas por las oficinas de los funcionarios consiguieron unos módulos metálicos que funcionaron como aulas.

Luego de que Cristina visualizara con orgullo a los niños sirios que vestían guardapolvos grises y cargaban sus pequeñas mochilas, un llamado de la agencia central de ACNUR, en Erbil, le informó que la misión de Cascos Blancos estaba finalizada. Cristina quería quedarse a vivir en Irak, junto a las personas con las que había formado una gran familia; pero no podía, y la despedida tuvo una sensación de abandono, aunque no fuera de tal manera.

En un momento de las 12 horas del vuelo de regreso a Buenos Aires, Cristina miraba las formas de las nubes por la ventana del avión mientras Alejandra y Myriam dormían como bebés. En el silencio Cristina pudo reflexionar y digerir el mes que pasó en Irak. Sabía que su esfuerzo nada había hecho para terminar el conflicto en Siria; era consciente de que muchas personas seguían muriendo y que el campamento de refugiados crecía cada hora.

Cuando trabajaba sintió más de una vez que lo que hacía era igual de insignificante que un grano de arena en el desierto. Pero entonces sonrió y asintió a sí misma con la cabeza: comprendió que para cambiar el mundo solo necesitaba cambiar su mirada de él; asumió que no estaba tomando dimensión de cómo habían repercutido sus acciones en los corazones de los demás, que en ellos no se evaporizaría y algo más importante finalmente trascendería.

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