Por Ricardo Guaglianone
Una señora, torcida de la cintura para arriba, que apenas puede con su diminuto cuerpo, que se menea de lado a lado tratando de sostenerse firme. Ese pequeño cuerpo que apenas sobresale por encima de la enorme mesa de cedro lustrado de los supremos, movió su mano, temblorosa e impune, firmando sobre la sangre de los otros, que no son los suyos.
Otros, que son dos más, orinan felices en la torre de cristal inasible, solo cumplieron su rol de soldados, no más que eso.
Todos vamos a morir aunque sea una vez. Tal vez la muerte sea una ilusión, sin identidad real. Se puede, algunos dicen que se puede, vivir en el deseo, morir en el lenguaje, gozar la indecencia. ¿Cadáveres respirando en los cenáculos del poder, gozando de la ilusión de tener poder por encima de la vida?
A los supremos no les alcanzaba el placer de sus exclusivos baños de mármoles azules.
El palacio permeable, invadido de lejanos y cercanos recuerdos agrios, y rumores de pueblo rasgando la aburrida ostentación. Otra vez, oír compatriotas, asi dicen los libros, quejándose allá abajo, llorando la traición, tal vez, su propia estupidez.
No más, ni una menos, no más justicia, no más discursos de palabras huecas, no más payasos circunspectos que decretan sobre la sangre de los otros, que no son los suyos.
Los supremos firmaron, mucho más que el dos por uno. Infinitamente mucho más.
En la vorágine, dos días después, otro decreto del otro supremo que suspira en la casa de los rosados: los militares se gobiernan solos, vuelven a ser poder otra vez.
El silencio alguna vez estalla en la mente, descubre los senderos del precipicio y el equilibrio a duras penas talla la palabra. Todo el tiempo estamos al borde de la mente.
Una noche cualquiera, en alguna perdida calle de cualquier pueblo, alguien puede cruzarse con quien la violo, con quien torturo o mato a sus hijos.
Todo andamiaje de sentido común, del más elemental, se fue por las cloacas. El presidente, aún este, que mintió en todo para hacerse del poder, ya no es más el que manda a las jaurías guerreras.
¿Qué culpa tiene el pueblo de estos cerebros del tamaño de una almendra?
Soberanos creídos supremos, erguidos en una intelectualidad ajena a la dignidad, viejos monarcas de sangre putrefacta.
Tener un baño de mármoles azules no alcanza, necesitan bañarse en sangre de otros.
La ciudad que agobia con la indiferencia de los que se volvieron ciegos de repente y de los que solo quieren una vida sin sobresalto y se hacen ciegos y mudos a sabiendas.
Ciudad y país con su ruido de imprenta gastada, de los grandes vendedores de mentiras envueltas en finos procederes.
Volar con una firma la cabeza del sentido común, de la moral, de los derechos y la foto de un presidente con cara de nabo, “yo no fui”.
Es la emboscada, la ilusión. Tal vez la ilusión sea de derecha, no hay cuerdo que pueda aceptar la indignidad, pero hay encuadernación de mentes, muchas mentes moldeadas, y un poder que se muestra infame sin límites y asusta. Otra vez, somos constitucionales, legales, elegidos, miradas lejanas que no sé qué miran.
El perdón pedido, trabajado, impuesto, que ahora circula entre los bordes de otras mentes que unidas resisten mirar el precipicio, ¿Lloran las víctimas? Todos somos víctimas de los supremos sin corazones ni razones.
Pensar el dolor de los setenta, los gritos escondidos en la maraña de la indiferencia y la crueldad, la sexta que no hablaba de sangre, la agonía de Evita que cumplió años de no sé qué, ella que es eterna. La biblioteca que se viene abajo, muchos no volvieron del viaje de la mente.
El lucro te parte la cabeza. También es un arma letal. ¿Qué será la muerte? Callar, arrodillarse, creer en el dios de la iglesia que calla, de la que manejan otros supremos con pesadas sotanas que esconden los pecados y están todo el tiempo hablando de un amor de cartón y frasecitas. Dios es otra cosa. Caminar la memoria, aun de Dios, en el silencio.
La ilusión es la madre de todas las batallas. Cantar aún, con esta sensación de asco en la piel. Pertenecer a la ilusión de un mundo pensado por los supremos es renunciar al reino de una tierra justa, de la posible palabra sanadora, del digno silencio posible que abre la puerta del acertijo, de la luz, de la dignidad.
¿Cuantos días de cada día, tendremos que mirar a estos monarcas indignos?, como adivinar cuando vendrá otra estocada fatal, aunque sea para cubrirnos de la sorpresa que agobia?
Algo nos queda, a los buenos de corazón, a los que creemos en Dios sin necesidad de altares, a los que amamos a nuestro semejante sin necesidad de tener sotanas, ni discursos, algo nos queda, tal vez mucho, en los días cotidianos de cada paso que demos, junto a los más cercanos.
Nos queda mirar el futuro día por día, trabajar el dia siguiente y el otro que viene, y el tercero y el cuarto, recordando todo aquello que está aconteciendo y pertenece a las densas tinieblas, para cambiarlo, para vestir de luz, también los pasos de los que vendrán.
Una mujer que apenas puede con su cuerpo frágil, torcido, y los otros dos erguidos soldados del mal, que ahora son supremos, tienen sus baños de mármoles azules, sus extensas bibliotecas de roble oscurecido, sus exclusivas corbatas y perfumes, que no disimulan, ni siquiera por un rato, que hay olor a podrido en toda la casa.