De basural a huerta

basural3En septiembre del 2013 Jardín del Sol fue el primer jardín de infantes que visitó la Huerta del Corralón. En aquella oportunidad cuando la primavera se asomaba, Emiliano, Fernando y Pocho jugaron junto a los niños mostrándoles diferentes formas de plantar; los nenes se llevaron semillas y también dejaron las suyas junto con una planta. Tiempo después, la visita fue devuelta y vieron que el jardín ya contaba con su propia huerta gracias a los conocimientos que habían recibido en el Corralón. Emiliano, diría que fue una experiencia hermosa; la huerta comunitaria ya estaba dando sus primeros frutos.

Emiliano Zeroleni, Fernando Amigo, ambos de 25 años, y Pocho, de 27 julios, se conocieron cuando estudiaban el profesorado para maestro en el Instituto de Enseñanza Superior “Juan B. Justo” de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Aunque tenían historias de vida diferentes, los tres amigos desde que se conocieron compartían las ganas de cultivar y construir juntos una huerta. También coincidían en sus preocupaciones: lograr la soberanía alimenticia era la premisa fundamental; no podían eludir que lo comprado en las verdulerías “tiene veneno” por la gran cantidad de agregados químicos. “Tenemos que desmitificar que si se vive en la ciudad no se puede hacer una huerta”, coincidieron los tres junto al “Cóndor” –cuarto amigo y partícipe del proyecto desde el principio-.

Pocho, con su voz ronca y barba morocha que le brindan personalidad y autoridad, fue fehaciente en decir que tenían ganas de trabajar horizontalmente y que el Corralón –ubicado en el barrio porteño de Floresta sobre la avenida Gaona al 4660- lo permitía porque es un espacio en el que no suelen cobrarse las actividades que se realizan. Para ello, Emiliano escribió un proyecto para empezar a trabajar, que fue rápidamente aceptado.

Sin embargo, Fernando, una simpática persona delgada, de pelo corto y rubio, que le hace honor a su apellido Amigo con la suavidad de su voz y simpleza en las palabras que utiliza, recordaría, mientras se estiraba detrás de una planta de lavanda, que la tarea no fue sencilla: se encontraron con varios grupos diferentes con visiones muy distintas sobre el mundo. La heterogeneidad era palpable.

Además, donde hoy predomina el color verde y reina la confortable naturaleza, antes el triste gris penetraba los ojos y el lugar era un basural abandonado que Pocho lo conocía como “el meadero” cuando iba a tomarse una cerveza y disfrutar de la murga del Corralón, antes de que la huerta se transformara en su pasión.

basural2Había que transformar el basural en una huerta y no podían esperar a ser decenas de personas para comenzar con el trabajo. Tal es así, que el 20 de julio de 2012 nació la Huerta del Corralón y fue bautizada con varillas de punta de hierro, que se usaban para picar el cemento y luego poder dar vuelta la tierra para plantar.

El sol pegaba fuerte, pero con más potencia golpeaban las varillas contra el suelo. Pim! Pim! Gritaba la carpeta de cemento con signos de dolor. Mientras, Pocho también sentía dolor en su espalda por la agotadora labor que parecía interminable, pero él corrió con ventaja porque nunca faltó un compañero o extraño que quisiera colaborar con la huerta y le pregunte: “¿Qué estás haciendo, puedo?”. -¡Claro!- respondería Pocho para luego convidarle un mate.

Pero por cada buen samaritano que concurría, los desmotivadores brotaban por doquier. “Acá no vas a poder plantar nada”; “el cemento lo tienen que sacar” y “para los escombros tenés que contratar un volquete” eran las frases que solían escuchar, como si fueran condicionamientos para brindar su ayuda, la cual nunca llegó.

Sin embargo, las ganas de formar un colectivo y de trabajar arrasaron con toda negativa. Desde el principio, los emprendedores eran conscientes de sus limitaciones y a partir de ellas fueron planificando y activando: primero, se ocuparon del sector más próximo a la calle Morón. Una vez que ya estaba en funcionamiento pudieron tomar la parte central, donde actualmente se encuentra un espacio para un fogón. Luego, siguieron rompiendo y apilando cascotes en las esquinas para construir un estanque pequeño, y más adelante le seguiría otro más grande.

Esta dinámica de autogestión le enseñó a Fernando que no pueden esperar a que alguien les diga cómo hacer las cosas. Él aprendió haciéndolas, equivocándose y regocijándose en el momento que salieron, porque de esa manera creció su sabiduría. El sistema horizontal dió sus frutos y los compañeros de la biblioteca José Luis Mangieri –que también funciona en el Corralón- fueron testigos y protagonistas del hecho.

Cada vez que llovía se filtraba agua por el techo de la biblioteca. El arreglo del mismo era prioridad, pero los compañeros no estaban dispuestos a contratar un profesional porque confiaban en sus condiciones.

De esta manera, probaron que realizando cuatro ciclos de cine seguidos para recaudar fondos donde ellos mismos se encargaron del buffet, no tenían que llamar a un techista. A mediados del pasado agosto se realizó un trabajo colectivo, autogestivo y con gente que no sabía nada de cómo arreglar un techo junto con unos pocos que podían defenderse en el asunto. Pocho, después de ver a mujeres arrodilladas golpeando con una maza a la pared, cuando antes ellas mismas habían desconfiado de su fuerza, exclamó: “¡Loco, esto es que se pudo!”. A la semana siguiente hubo un fuerte temporal que azotó Buenos Aires, y los libros resguardados por primera vez pudieron contemplar la lluvia, sin mojarse.

LA HUERTA NO TIENE GASTOS

El concepto de permacultura hace que la huerta no genere gastos. Después de tomar terreno, llegaron a una montaña de escombros –la cual estaba desde el principio- y consideraron que contratar un volquete no era la opción apetecible: fue más viable tirarle tierra arriba y cultivar encima de ellos.

La idea básica del diseño permacultural es que, generando vínculos, se genere más energía de la que se consume produciéndolo.

Pocho lo entendió como una filosofía de reciclaje.

En el momento que llegaron al Corralón para hacer la huerta, la empresa lindante había arrojado en el predio los bloques sobrantes de la construcción del metrobus porteño de la avenida Juan B. Justo. Como alguien los consideró basura, los huerteros tomaron los bloques que estaban en perfecto estado y los reutilizaron: construyeron sobre la montaña de escombros una escalera y unos bancos para sentarse, a pocos metros de allí hicieron el espacio para el fogón y en el sector más próximo a la avenida Gaona montaron un escenario. El único gasto fue la fuerza de trabajo.

LA COSECHA NO SE LE NIEGA A NADIE

Pocho, mientras cebaba un maté, le dijo a Emiliano: -Que lástima el que se llevó el zapallo verde el verano pasado. -Hubiera esperado una semana más y estaba espectacular-, agregó.

Lamentándose, Emiliano le respondió –Estaría bueno ver a esa persona avara para explicarle que no le vamos a impedir que se lleve la cosecha-. Luego, dijo –Tiene que entender que no puede ser el único que se la lleve. Va a haber mucho más de lo que podamos consumir-.

Fernando, que estaba contemplando las plantas mientras el sol le iluminaba el rostro los interrumpió: -Hay algo que se llama respeto-, y contó: –Vino el señor que ocupa el lugar de más adelante y me preguntó si podía llevarse perejil-.

Los amigos callaron esperando que continúe la anécdota. Fernando tomó aire y contempló el cielo celeste.

Está bien que pregunte-, dijo Fernando aclarando que le enseñó a cosecharlo para que la próxima vez si tiene ganas de volver a tomar no mate a la planta y la deje vivir, cosechándola a consciencia. –El señor estaba chocho-, remató entre risas y contando que se iba a hacer unos fideos al pesto.

Todos los jueves y domingos los emprendedores se reúnen en la huerta a partir de las 16 para compartir el momento, trabajar y responder todas las preguntas a aquel que quiera participar de la huerta. Sin embargo, Pocho, Emiliano y Fernando lo que más disfrutan es cuando concurren niños: Emiliano lo considera fundamental, porque los adultos tienen su paradigma y son cerrados. “Suelen responder a estilos de la sociedad de mercado”, dijo y luego remató: “Sin obligar a nadie, nosotros proponemos otra alternativa”.

Pocho en el momento que probó su primera arveja de la huerta lo retrotrajo a su infancia cuando su abuela las plantaba y él las comía. “Yo las reconocía”, afirmaba mientras abría sus ojos. Por ello, los tres amigos creen que va a permanecer la enseñanza en los niños, porque cuando van a la huerta tienen ganas de transmitir una opción distinta: “Recibimos chicos de diez años que les importa más sacarse la foto para el Facebook que soplar un panadero”, dijo Pocho. “Es lo que la sociedad les dice que está bien”, sentenció.

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