Medicina: escucha y aceptación, ponerse en el lugar del otro y lograr un vínculo fecundo

Por Dr. Juan Zorraquín*

Luego de 40 años de profesión como médico, el autor habla de la comunicación. La medicina necesita ponerse en el lugar del otro para lograr un proceso de curación más profundo, si se puede. O acompañarlo, si no. Cree que su “vida paralela” en la literatura –es autor y editor– lo ha ayudado a ver más allá de lo aparente.

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Una vez más lo sólido se evaporó en el aire. Era comienzos de los noventa y tuve la desgraciada experiencia de ver morir a Dolores, mi mujer de entonces. Con ella habíamos convivido dieciocho años felices y habíamos tenido tres hijos. Veníamos en auto de una fiesta, un motociclista descontrolado, a contramano y a mil por hora, nos llevó por delante y el sueño acabó en un instante. A partir de entonces mi vida se partió en dos.

Por esos días yo tenía que operar de urgencia a un paciente. Me comuniqué con él, le conté lo que me había pasado y le anuncié que otro médico se ocuparía. Yo no estaba en condiciones anímicas para eso. El hombre insistió. Dijo que esperaría lo que hiciera falta pero que no quería ser operado por otro profesional. Me convenció.

Un mes después lo operé y posteriormente lo traté sabiendo que sus posibilidades de sobrevida eran mínimas. Ante semejante panorama deseché el protocolo habitual y le aconsejé que hiciera un viaje a España, un viejo sueño que por diversos motivos el hombre postergaba una y otra vez.

La esposa me odió con toda el alma. Ella pensaba que yo debía recetarle quimioterapia y demás recursos habituales. Otros médicos se lo habían dicho. Yo no lo hice a conciencia y le expliqué por qué. Lo cierto es que aun así el paciente sobrevivió un buen tiempo.

Tras despedirme de él en la fase terminal, un día la mujer corrió desesperada por un pasillo hasta alcanzarme y dijo que si bien no compartía mis criterios para encarar el tratamiento ella quería ser honesta conmigo y reconocer que algo importante e inesperado había ocurrido con su marido gracias a mi intervención.

“Nunca en la vida lo vi tan feliz”, admitió la mujer con lágrimas en los ojos. Y me lo quería agradecer. Eso ocurrió un 15 de diciembre, justo el día de mi cumpleaños.

Hoy, después de cuatro décadas de profesión en el Hospital Posadas, y ya en camino de jubilarme, entiendo mejor lo ocurrido en esa y otras experiencias que me ayudaron a ponerme en lugar del otro, a tratar de entenderlo y aceptarlo mediante palabras o simples miradas, a construir junto a él una narración que bien podría asociarse con la literatura, mi pasión paralela.

Anclado en mi especialidad –proctología– me vi obligado a entrar en contacto con todo tipo de situaciones desafiantes en la relación médico-paciente. En los comienzos, la primera impresión fuerte la tuve cuando vi a una mujer joven, con los pechos desnudos, expuesta para que cuatro estudiantes avanzados la revisáramos.

Aun hoy me cuesta olvidar la mirada perdida y asustada de esa muchacha. Intenté establecer con ella un mínimo diálogo que la tranquilizara. Mis compañeros reían y comentaban cosas con indiferencia a espaldas del profesor. Al salir le pregunté a nuestro jefe si no le parecía violento lo que habíamos hecho. “Puede ser”, admitió.

–Igual tendrás que acostumbrarte a ser un profesional –dijo después–. Eliminá el afecto, pensá que sos vos el que la va a curar y que ella debe ser paciente, una palabra que, por si no te diste cuenta, viene de paciencia.

Escritor y medico Juan Zorraquin, su vision particular del entorno que lo rodea 20Feb16 (1)

Esa fue una lección que nunca incorporé definitivamente. Sé que el cuerpo está antes del lenguaje y que a menudo se necesita de las drogas y de la cirugía para curar o hacer una enfermedad más llevadera, pero sé también que el afecto traducido en palabras puede lograr que esa cirugía se haga mejor y con mayor tranquilidad para todos.

Cada vez que veo a un enfermo me imagino que soy yo. Voy a decirlo más claramente. Estoy en conflicto con la visión súper- especializada de la medicina que gobierna en la actualidad. La especialización extrema ha fragmentado al cuerpo. Nos transforma en técnicos cada vez más precisos y eficientes pero simultáneamente menos aptos para entender el trasfondo de un proceso que deriva luego en enfermedades orgánicas.

El cuerpo habla de manera irreversible, a veces incluso enloquece para denunciar a su modo un trauma o un conflicto emocional. Es cierto aquello de que no hay enfermedades sino enfermos. Y a veces, si su enfermedad da la oportunidad, una persona empieza a curarse cuando entiende lo que le pasa. Esa comprensión es imposible si no se establece un diálogo afectivo médico-paciente donde las palabras son protagonistas elegidas.

El lenguaje ayuda a entender, a explicar, a leer eso que el cuerpo se resiste a revelar. El lenguaje habla de nosotros mismos. Por eso es tan necesario leer y por eso, entre otras cosas, se escribe. Ya nos enseñó Kafka que la escritura es más pobre pero más clara que la vida. Escribimos con lo que le falta a la vida.

En el camino del buscado entendimiento recuerdo el caso de Carla y Sebastián, una pareja perfecta que se adoraba pero estaba atravesada por conflictos y atracciones que ignoraban. La “literatura” que generaban entre ellos era pasional y dramática. Sebastián padecía una hemorragia severa y me lo habían derivado para que lo operara –una cirugía que iba a afectar zonas importantes–. Carla era una mujer atractiva, segura, contundente y bella.

A Sebastián, incluso atravesado por la decadencia física, se lo veía, alto, sensible, buen mozo. En la primera consulta Carla no dejaba de hablar. Lo hacía además con una simpatía contagiosa. Cuando le llegó el turno a Sebastián le pregunté lo primero que solemos preguntar los médicos en esos casos.

–¿Cómo empezó todo?

–Lo recuerdo perfectamente –dijo para mi asombro-. Hace tiempo que Carla quería un auto lujoso y muy costoso para la época. No podía dárselo. Por temor a que se enojara, o incluso a perderla, hice movimientos casi delictivos para conseguirlo. Ella miró para otro lado cuando se los detallé como si aprobara lo actuado.

Compré el auto y unos meses después vino a casa un inspector que sospechó de mí. Cuando volvió Carla y le conté lo ocurrido enfureció y me acusó de las peores cosas que uno podría imaginar. La hemorragia nació esa misma noche. Pasamos unas cuantas horas charlando los tres.

¿Conclusión? Nunca lo operé. Y al mes siguiente Sebastián fue dado de alta sin consecuencias. Una vez que el hombre pudo hablar del origen vivencial de su dolor los síntomas se borraron como por arte de magia. Preventivamente lo traté durante un año. Después no lo vi más. Solo recibí tarjetas navideñas a lo largo de diez años donde los dos hablaban de felicidad, logros, amor y entusiasmo.

El cuerpo del otro es siempre un campo de batalla: la vida, la muerte, el dolor, la esperanza y la alegría se conjugan en esa enigmática aglomeración de palabras y órganos. Con el tiempo fui entendiendo ciertos mecanismos sutiles y matices en la expresión humana. Aprendí a adelantarme a los miedos, a decodificar los sueños, las posturas, el lenguaje.

Un día supe que cada paciente que cruza la puerta del consultorio tramita con nosotros todas esas cosas. No siempre las puede traducir en palabras. Nuestro trabajo consiste en entender de qué se trata lo que quiere decirnos el cuerpo –la enfermedad– no la palabra que viene programada por otros, no el silencio que teme o el argumento que el paciente se inventó para justificar los síntomas.

Somos pescadores de idiomas perdidos. Debemos hablar, escuchar y hacer lo que se necesita en cada caso para alcanzar la curación del cuerpo y –de ser posible– el alma.

¿Habrá sido por eso que me “infectó” el virus de la literatura? Puede ser. Aunque leer me gustó desde chico. En esa época no había televisión, tampoco celulares o computadoras, y leía de todo.

Cuando a los doce años cayó en mis manos un libro llamado Las mil y una noches –donde Sherezade, la narradora y protagonista, salva su vida gracias a la capacidad de contar historias– descubrí algo fundamental que luego confluyó con mi profesión.

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Entendí que la palabra era una especie de salvavidas gigante. Otros libros fundamentales como La montaña mágica –de Thomas Mann– o La bestia en la jungla, de Henry James, me llevaron a sumergirme en temas esenciales para cualquier ser humano pero mucho más para un médico: tomar distancia de la indiferencia y el egocentrismo, ser capaz de amar al prójimo más que a uno mismo.

De alguna manera es la lección que nos deja en la mitología griega el centauro Quirón, quien al recibir una herida fatal y no poder curarse a sí mismo se dedica a curar a los demás. Eso es medicina, es vida y es también literatura. Uno escribe para decir algo que sería indecible de otro modo. Y todo al final se mezcla en dosis repartidas.

La exacerbación del deseo se alía a la muerte y la enfermedad porque se les parece. “Los síntomas del amor son también los del cólera”, dice García Márquez en una célebre novela.

Los extremos se tocan… En una oportunidad, trabajando en el Centro Gallego, mi padre atendió a Mari Bizoso, nuestra secretaria en el servicio, afectada por una anemia durante largo tiempo.

Hablando con ella y revisándola a fondo concluimos que la mujer padecía un cáncer. Resignada y organizada a la vez, ella nos dijo que por lo menos debía llegar viva a marzo de ese año para resolver problemas económicos de la familia que no podían esperar. Al final de noviembre la mujer se descompensó y hubo que operarla de inmediato.

Minutos antes de la intervención mi padre, que sabía todo sobre ella, tuvo un gesto generoso y terapéutico en sentido amplio. Dejó un cheque en blanco sobre la almohada de Mari. Al internarse fue lo primero que ella vio. Emocionada me apretó la mano en el quirófano.

La operación fue un combate casi interminable. Mi padre sostuvo una lucha sin cuartel contra una verdadera legión de tumores. Los ayudantes nos mirábamos atónitos. Cuando recomendábamos resignación y cierre él contestaba:

–Debe llegar con vida a marzo… Al menos eso…

Nosotros temíamos por las complicaciones y nos mirábamos sin hablar. Detenerlo a esa altura era inútil. Cuando al día siguiente vi a Mari radiante me pareció un hecho sorprendente. A la semana estaba dada de alta. No sólo llegó a marzo. Vivió diez años más, siempre alegre, agradecida e ignorante del tamaño extraordinario que había adquirido su mal.

Desde entonces hice para mí una especie de juramento íntimo que sigue teniendo validez hasta hoy: jamás debo dejar a alguien sin compañía cuando lo veo sufrir. Puse en práctica el juramento muchas veces, estando de guardia, atendiendo pacientes en el consultorio o afrontando operaciones en el quirófano.

Un médico no sólo cura. También acompaña con el saber y la palabra. La condición humana es una pregunta sin respuesta. “Con el número dos nace la pena”, dicen que dijo Marechal. De una manera o de otra el dolor es manejable. La vida es posible si uno no se deja tentar por el egoísmo o por el “todo da igual”.

En ese arrecife está mi lugar de trabajo ya sea como médico o autor de ficciones. Lo demás es distracción, pérdida de tiempo o esnobismo. Lo demás son excusas de la nada frente al absoluto. Yo me hice en cocinas, dormitorios, cárceles, asilos, quirófanos, hospitales, morgues, casos de sobredosis, llantos, gritos de dolor y también de alegría.

He visto epidemias y las combatí con las armas a mi alcance. También conozco el sol, el mar, el baile, la risa, la fiesta, el esplendor, el cielo, lo divino, el lujo y el exceso. Sé que cuando arde la piel la condición humana es lo más cercano al absoluto que tenemos.

*Juan Zorraquín.  Mèdico. Trabajó para la Unión Obrera Metalúrgica, en el Centro Gallego y el Hospital Posadas. Ha  publicado el libro de relatos “Tormenta”, también las novelas “El fin de la corriente” y “Medicina”. Dirige la editorial “Mardulce”.  Considera  que la vida es corta y parece de sabios aprovecharla.

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