Ronroneo Literario de Nuestros Vecinos

¿QUÉ? ¿CÓMO? ¿CUÁNDO?
La oruga metálica marchaba lentamente por la planicie verde amarillenta bajo un sol ardiente y persistentemente abrasador. La máquina a carbón se esforzaba al máximo para arrastrar tantos vagones que traqueteaban a desgano por los viejos rieles oxidados. Calor ¡ Mucho calor! Calor que agotaba sin piedad a los pocos pasajeros que se desparramaban desganados entre los tres vagones con asientos rígidos sin tapizar. No sabía en qué posición colocarse porque con todas estaba incómodo. Se sacó el sombrero y se enjugó la transpirada frente con su blanco y almidonado pañuelo cuyas iniciales quedaron amarillentas de polvo y sudor. La corbata lo estrangulaba y se la aflojó y también se desabotonó su chaleco ante la mirada reprobadora de su vecina de enfrente que se apantallaba con frenesí, resoplando constantemente como fuelle de acordeón. Sus ojitos redondos y pequeños que no se apartaban de él, se perdían en su gran cara gorda, roja y mofletuda y su voluminoso cuerpo se movía al compás del carro bamboleante.
El silbato del tren les avisó que se acercaban a la civilización. ¡Por fin!- pensó Percival, aunque le esperaba una dura jornada de trabajo que se haría más pesada si el calor no cedía. Puso un pie en el andén y sintió que todo había cambiado. ¿ Qué? ¿Cómo? ¿ Cuándo?. La oruga metálica avanzaba a una velocidad increíble sobre la planicie verde amarillenta. Percival estaba asustado. El paisaje era el mismo con un sol radiante, pero no sentía calor, todo lo contrario. Se ajustó la corbata y se abotonó el chaleco pensando que esto complacería a su vecina, pero cuando levantó la vista no la vio. En su lugar había otra mujer que lo observaba con curiosidad. Se dio cuenta que era el blanco de atención de todos los pasajeros que ahora eran muchos. Comenzó con disimulo a observarlos a su vez. Había muchos jóvenes ¡sin saco! Solamente llevaban unas raras camisas fuera del pantalón ancho y un extraño calzado. Algunas mujeres vestían pantalones (Percival se horrorizó) y otras vestidos que les llegaban hasta la rodilla o más arriba (Percival seguía horrorizado a la vez que complacido ante la vista de tantas y hermosas piernas) Nadie usaba sombrero; de tanto en tanto alguien usaba un gorro raro con tanto frente que era imposible verle la cara.
Percival estaba tan asombrado que no podía cerrar su boca y tan espantado que sólo atinó a mirar por la ventanilla sintiendo en el estómago la velocidad del tren que comenzó a aminorar la marcha cuando se acercó a ¿qué era eso? ¿una ciudad con edificios tan altos? A Percival le temblaron las rodillas, por eso esperó a que todos bajaran y se puso de pie. Recién entonces notó la diferencia de los asientos y un calor creciente que entraba desde afuera.
Apenas puso un pie en el andén supo que todo había cambiado ¿qué? ¿cómo? ¿Cuándo?.
La oruga metálica avanzaba a una velocidad extrema suspendida en el aire pues la planicie verde amarillenta estaba unos metros más abajo.
Percival estaba más que aterrado y entró en pánico total cuando vio a los pasajeros del tubo en que viajaba. Extraños seres hablando idiomas irreconocibles, vestimentas grotescas y coloridas cubrían cuerpos ¿de animales? ¿de qué?. Todos conversaban animadamente, sin prestarle atención, giraban a veces sus cabezas y miraban distraídamente a Percival con uno o dos ojos saltones. Se levantó de un salto y comenzó a circular por los amplios pasillos, observando ansiosamente, buscando un ser humano, alguien como él aunque estuviera vestido diferente, aunque hablara otro idioma, aunque tuviera otro color de piel. Miraba todo con desesperación, con angustia, sintiéndose solo en un mundo diferente, en una situación que no comprendía, sin saber cómo había llegado allí. ¿Dónde había quedado su vida de viajante vendiendo los productos farmacéuticos desde hacía cinco años?. Era un buen trabajo, aunque lo alejaba demasiado tiempo de su esposa y sus hijos. Era un trabajo bien remunerado pero muy solitario y aburrido. Era un trabajo que ¿él quería hacer?
Percival era un soñador; aventurero en sus fantasías únicamente, pues nunca se había animado a nada fuera de su rutina diaria. ¿No era esta una oportunidad incomparable para ponerse a investigar, para hacer realidad sus sueños detectivescos? No podía y no debía quedarse paralizado como siempre hacía. El valor no se declama- se dijo para sí- se demuestra actuando a pesar del miedo.
Percival era callado y aguantador, pero esta vez no, esta vez iba a enfrentarlo, a poner el pecho, a hablar como nunca lo había hecho con su jefe, con su esposa, con sus parientes, con sus vecinos, cuando fuera necesario y las circunstancias lo requirieran ” Percival es un hombre tranquilo y callado, no trae problemas, no discute jamás, – decían todos los que no lo conocían interiormente. Su esposa también lo decía y por eso siempre se hacía la voluntad de ella. Ya ni lo consultaba. Total, él era material descartable. Material humano que llevaba el sustento diario para la familia y nada más.
Percival sintió que su sangre se revolvía y se enfureció. No se sentía a gusto con esa descripción de su persona y se enfureció más. La furia, era un sentimiento que a esta altura de su vida le acometía. ¿ Para qué quería su vida anterior si no le gustaba? Recién ahora se daba cuenta de todo su potencial, de su valía, de lo que podía hacer sin titubear como un pelele.
El tren se detuvo con suavidad. Sintió algo en el estómago cuando se posó en el suelo. Cuando pisó el andén se dio cuenta que todo había cambiado. La señora gorda se bajó acalorada y le echó la última mirada desaprobadora. Percival sonrió a pesar del calor y la saludó con una reverencia de ceremonial. Emprendió su camino silbando una vieja melodía y con su corazón lleno de esperanzas. Él produciría el cambio. De ahora en más todo dependería de su voluntad y decisión. El cuándo y el cómo los olvidaría por misteriosos e irreales, pero los qué los resolvería a su debido momento y sin titubear.
La silueta de Percival, alta y erguida se desdibujó en la lejanía y se perdió definitivamente en su tiempo y lugar detrás del humo que todavía echaba la cansada locomotora .
Por María Elena Gallera.

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