El comercio del “oro verde” y la pérdida de la soberanía alimentaria

Por Daiana Melón

Esta es la historia de la privatización de la producción de semillas, de como las multinacionales como Monsanto  amenazan la soberanía alimentaria en Argentina y de  cómo se perderá la diversidad biológica. El oficialismo y la oposición no dicen nada y avalan este avance sobre la soberanía alimentaria de nuestro pueblo.
El nuevo colonialismo, la nueva y sutil esclavitud está en marcha y es imparable.

 El patentamiento de la diversidad genética y de la vida

Desde los inicios de la agricultura, las semillas han representado un papel de vital importancia para el desarrollo de la vida de los pueblos. A lo largo de la historia, hombres y mujeres han sembrado, cosechado y labrado la tierra, desarrollando medios de subsistencia y alimentación, saberes y conocimientos en torno a los diversos modos de producir alimentos. Durante siglos, los pueblos agricultores han ido seleccionando y guardando las mejores semillas de cada cosecha para sembrarlas al siguiente ciclo. De esta forma, las semillas no sólo fueron preservadas, sino que han ido transformándose y variando a medida que el hombre se iba convirtiendo en agricultor.

A lo largo del tiempo, las semillas circularon libremente, al igual que los saberes socialmente producidos en torno a ellas. De esta forma, la semilla fue y es entendida no sólo como el primer elemento de la cadena alimenticia, sino que acumula y comporta la historia, los conocimientos y la cultura que los pueblos han ido aportando a la práctica agrícola.

Juicio a Monsanto

Las semillas tienen un lugar especial en la lucha por la  Soberanía Alimentaria.

Estos pequeños granos son la base del futuro y determinan, en cada ciclo vital, qué tipo de alimento consumen los pueblos, cómo se cultiva y quién lo cultiva. Pero las semillas también son el recipiente que transporta el pasado, la visión, el conocimiento y las prácticas acumuladas de las comunidades campesinas, pero todo fue cambiando.

A partir de la década del sesenta, la lógica industrial penetró en el campo produciendo grandes transformaciones, las cuales se conocieron como Revolución Verde. Esta implicó la utilización de nuevas maquinarias, de semillas mejoradas e híbridas y la aplicación de una mayor cantidad de agroquímicos, para aumentar la producción y las ganancias.

Luego el desarrollo de los Organismos Genéticamente Modificados (OGM)  (semillas producidas en laboratorios) se produjo una nueva revolución: la Revolución Biotecnológica, que trajo consigo profundos cambios en los modos de producción y en las relaciones que se establecían hasta ese momento con la naturaleza. Desde finales de los ochenta y principios de los noventa, se introdujo en el campo un paquete tecnológico asociado a los alimentos transgènicos que implicaba la venta, por parte de las mismas empresas transnacionales, de la semilla, de las maquinarias de siembra directa  (que llevaron al despido de gran cantidad de peones rurales) y del agroquímico asociado a esa semilla.

Los cultivos transgénicos fueron ganando territorios frente a otros cultivos tradicionales, representando millonarias ganancias a las compañías biotecnológicas. Además, iniciaron un proceso de erosión genética en países con grandes fuentes de diversidad biológica.

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La concentración del poder

Mientras hace 20 años atrás eran miles las compañías semilleras a escala mundial que participaban del comercio, hoy en día 10 empresas controlan un tercio de los 24 mil millones de dólares del mercado mundial.  Según expertos de todo el mundo, quien controle la semilla controlará a su vez la oferta de alimentos, poniendo en serio riesgo la soberanía alimentaria de las naciones.

En la actualidad, según estudios realizados por la ONG Acción por los Recursos Genéticos, el 80% de las semillas utilizadas en las producciones agrícolas de los países periféricos no han sido compradas, sino guardadas de anteriores cosechas o intercambiadas entre productores.

Por su parte, el Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (ETC), afirma que el campesinado alimentaba  aproximadamente al 70% de la población mundial, 17 millones de pequeñas unidades agrícolas en Latinoamérica cultivaban entre la mitad y dos tercios de los alimentos de necesidad básica.

Actualmente esta situación está cambiando. En relación con las semillas comercializadas por las multinacionales, las cinco principales empresas semilleras acumulan aproximadamente el 50% del mercado. Ellas son: en primer lugar, Monsanto con 23% del mercado de semillas patentadas; DuPont, con el 15%; Syngenta, con el 9%; Groupe Limagrain, con el 6%; y Land O’ Lakes con el 4%.

Patentes sobre organismos vivos

Antes de la década del ochenta, se consideraba que ningún organismo o microorganismo vivo podía ser patentado. En 1971, el microbiólogo Ananda Chakrabarty presentó en los Estados Unidos un pedido de patentamiento sobre una bacteria modificada que tenía la capacidad de degradar los componentes del petróleo crudo.

Chakrabarty solicitó la patente sobre tres elementos: el proceso que utilizó para producir la bacteria, el material flotante que transportaría y contendría a la bacteria, y la bacteria en sí misma. Quienes examinaron su solicitud decidieron otorgarle la licencia sobre los dos primeros, pero no así sobre la bacteria en sí misma, por considerar que un ser vivo no podía ser patentado .

Frente a esta decisión, Chakrabarty apeló ante la Corte Federal de Apelación en materia aduanera y de patentes, la cual consideró que en este caso la bacteria podía ser considerada una manufactura y, por lo tanto, capaz de ser patentada. Este fallo, que data de 1980, representó una transformación muy importante, ya que delimitó lo que podía o no ser patentado, y debilitó la diferencia que hasta ese momento existía entre invención y descubrimiento, ya que asentó que el aislar un gen era suficiente para la obtención de una patente (López Monja y otros, 2010).  De esta forma, se abría la puerta al patentamiento de otros seres vivos.

Basándose en este fallo, en 1985 se concedió la primera patente a una planta, en 1988 a un animal y en el año 2000 a un embrión humano. “Teóricamente estas patentes sólo se conceden si el organismo vivo ha sido manipulado por las técnicas de la ingeniería genética, pero en la práctica esta evolución va mucho más allá de los OGM, actualmente se conceden patentes de plantas no transgénicas en violación total de las leyes existentes” (Robin,2008).

La Organización Mundial de la Protección Intelectual , que funciona en el marco de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), fue creada en 1970 con el objetivo de impulsar la protección de la propiedad intelectual y define a las patentes como “un derecho exclusivo que se concede sobre una invención”, la cual le otorga al titular el derecho a decidir si la invención puede ser utilizada o distribuida por otros, a impedir que sea empleada por terceros con fines comerciales, y cobrar regalías por su utilización.

El período de otorgamiento de la licencia es de 20 años.

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Las dos formas de patentar las semillas

Existen dos formas de patentamiento: la patente de invención y el derecho de obtentor. En la reglamentación creada  en 1978 se establece el derecho de obtentor por un período no inferior a quince años a aquellas personas que produzcan variedades mejoradas de semillas agrícolas bajo cuatro requisitos: distinguirse de otras variedades conocidas, no  haber sido comercializada con el consentimiento del obtentor, debe ser homogénea y estable en sus reproducciones en cuanto a sus caracteres esenciales.

 Siempre se reconoció la capacidad de los agricultores de producir sus propias semillas a partir de lo que obtienen en cada cosecha, con la prohibición de poder comercializarlas y a su vez, el titular de una innovación no puede ni oponerse ni intentar cobrar regalías a aquellos que utilicen su variedad para crear una nueva (López Monja y otros, 2010).

Este privilegio fue consagrado por el órgano de la ONU encargado de la Agricultura y la Alimentación (FAO) en el artículo 9 del “Tratado Internacional sobre los recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura” en el que se establece el reconocimiento de la contribución que durante miles de años aportaron las comunidades locales e indígenas. Además, les garantiza el derecho de utilizar sus semillas y de intercambiarlas sin una ambición comercial.

Pero, a partir de la introducción de la biotecnología y de las ganancias que podría representar el patentamiento de las semillas y, por consiguiente, el control total sobre la cadena alimentaria, la norma fue modificada en 1991, argumentando la insuficiencia del sistema de obtenciones vegetales para estimular las inversiones de alto riesgo y sosteniendo la necesidad de apropiación plena de procesos y de productos. Las biotecnològicas comienzan a ejercer fuertes presiones para la modificación de los sistemas normativos en el camino de una mayor protección a sus productos. (López Monja y otros, 2010).

De esta forma,  lograron una ampliación de las patentes sobre las obtenciones vegetales, aumentando los “derechos” que posee el titular de dicha patente. La principal transformación que establece es la prohibición a los agricultores de guardar y de utilizar semillas propias, costumbre que durante cientos de años los campesinos practicaron y mediante la cual fueron transformando la agricultura. Del mismo modo, impide el intercambio de semillas con fines no comerciales.

De esta forma, desde organismos internacionales como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Organización Mundial de Comercio

(OMC) comienzan a presionar, sobre todo a los países de Latinoamérica –territorios que poseen una importante fuente de biodiversidad–, para que adecuen las legislaciones nacionales a este nuevo marco regulatorio, con el fin de armonizar las leyes de patentes en todo el mundo.

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 Las semillas como mercancías

La Organización Mundial de Comercio surgió en 1995, con el objetivo de remplazar al Acuerdo General sobre Tarifas Aduaneras y el Comercio (GATT) ante la inclusión en el comercio internacional de nuevos temas vinculados a la agricultura y a la propiedad intelectual (López Monja y otros, 2010).

De esta forma, la agricultura y las patentes de invención comenzaron a ser discutidas desde la óptica del comercio.  Surge así el acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual que afectan al Comercio, por la presión que ejercieron compañías trasnacionales vinculadas a los agronegocios, las cuales contaron con el apoyo de los gobiernos de Estados Unidos, de Europa y de Japón.

El acuerdo fue construido, en parte, por una coalición de empresas de diferentes ramas reunidas en el Comité de Propiedad Intelectual (IPC), entre las cuales se encuentran transnacionales de la química, la farmacia, la informática y, por supuesto, la biotecnología; entre estas últimas: Monsanto, DuPont, FMC Corporation, entre otras.

El Comité de propiedad Intelectual  redactó y remitió al GATT un documento denominado “Disposiciones fundamentales de la protección de los DPI (Derechos de Propiedad Intelectual), Punto de vista de las comunidades de empresas europeas, japonesas y estadounidenses” que planteaba la necesidad de extender a todos los paìses los sistemas de patentamiento existentes en los países industrializados, argumentando que la disparidad en los mismos producìa importantes pérdidas para las empresas.

Además plantea, en el caso particular de la biotecnología, que la protección debe extenderse a los procedimientos y a sus productos, ya sean estos microorganismos, partes de microorganismos o plantas, buscando  legalizar los derechos de las empresas por encima de los derechos de indígenas, campesinos y agricultores  y del Tratado Internacional sobre Recursos Genéticos para la Alimentación y la Agricultura (Robin, 2008).

El caso argentino

La década de los noventa en Argentina, y en casi todo el continente latinoamericano, estuvo marcada por una profunda política neoliberal, la cual transformó la economía en su totalidad y permeó fuertemente en los modos de producción y organización del campo. Se implementaron normativas macroeconómicas de ajuste estructural, signadas por las privatizaciones, las desregulaciones y la apertura al mercado internacional..

Una de las políticas que tuvo mayor impacto fue la política de desregulación económica, la cual se tradujo en el modelo agrario con la eliminación de algunas entidades reguladoras de la producción agropecuaria, entre ellas la Junta Nacional de Granos. Esto implicó que la economía argentina, y sobre todo la producción agraria, quedase sujeta a los vaivenes del mercado internacional.

Es en este contexto que ingresaron al país los Organismos Genéticamente Modificados (Transgénicos). En 1991 se permitió la entrada de los transgénicos para su experimentación en el campo argentino y finalmente, en el año 1996, se autorizó para su comercialización el primer evento genéticamente modificado: la soja RR o resistente al Round Up, que es el agrotóxico asociado a esta semilla (Resolución nº 16 de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca).

La entrada de este cultivo a la Argentina representó la puerta de ingreso al resto del continente, ya que desde aquí comenzó a expandirse, mediante el tráfico, a otros países latinoamericanos que, finalmente, no tuvieron otra opción que legalizar la siembra de soja transgénica, que ya inundaba sus campos.

En 1991 se creó la Comisión Nacional Asesora de Bioseguridad Agropecuaria

(CONABIA), en el ámbito de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca. Constituida por representantes del sector público y privado tenìa el objetivo de hacer el seguimiento y la pre-evaluación de las solicitudes de los transgènicos.

En 2008 se creó el Instituto Nacional de Semillas que se instituyó como órgano de aplicación de la Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas nº 20.247 y se promoviò la introducción masiva de los alimentos producidos en los laboratorios.

La privatización de las semillas

 La ley  estableció dos tipos de semillas que podían ser comercializadas: las “identificadas”, que son aquellas que se encuentran rotuladas; y las “fiscalizadas”, que son las que, además de estar rotuladas, están sujetas a control oficial durante las etapas de su ciclo de producción y son propiedades de aquellos que las registren en el Registro Nacional de Cultivares, organismo creado por la misma legislación. De esta forma, las semillas tradicionales, aquellas utilizadas por campesinos e indígenas, si bien pueden ser utilizadas, no pueden ser intercambiadas con fines comerciales.

Sin embargo, desde hace algunos años, las grandes semilleras del negocio han comenzado a presionar para que Argentina, y toda Latinoamérica, actualicen sus leyes de semillas, “readecuándolas” a las nuevas condiciones de producción.

A mediados del año 2012, luego del anuncio de una inversión de 1600 millones de dólares que la multinacional Monsanto destinaría para la construcción de una planta de acondicionamiento de semillas de maíz en la localidad de Malvinas Argentinas, ubicada a 14 km. de la capital cordobesa, el por entonces Ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, Norberto

Yahuar, anunció la intención de modificar la Ley de Semillas vigente, con el objeto de “respetar la propiedad intelectual” (Página /12, 2012).

A su vez, en agosto de 2012 se aprobó la nueva semilla estrella de Monsanto, la soja Intacta RR212, que además de poseer resistencia al glifosato, garantiza protección contra pestes. El desarrollo de esta nueva semilla (otros cultivares de importantes semilleras aguardaban su aprobación), permitió a las transnacionales agrícolas presionar al gobierno nacional para que se modifiqué la legislación, la cual representaría mayores ganancias para las compañías al permitirles controlar la totalidad de la cadena productiva (Arístide y otros, 2013).

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La misma ley de semillas en toda la región

 Esta “nueva” Ley de Semillas que intenta imponerse en Argentina resulta no ser tan nueva. En gran parte de América Latina se están intentando modificar (o ya se han modificado) las leyes de semillas para la “protección de la propiedad intelectual”.

 Los países que han firmado Tratados de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, aceptan esta normativa como cláusula del convenio, ellos son  República Dominicana, Costa Rica, Perú y México.

La Ley de Semillas  impulsada por la Asociación Mexicana de Semilleros  está integrada por las multinacionales Dow y Syngenta  que son miembros del consejo directivo y Monsanto y Vilmorin del comité de honor y justicia. La ley define como “semillas piratas” las que no se compran a las empresas biotecnológicas.

En el caso de Colombia el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) emitió la resolución nº 970, la cual establece la propiedad intelectual de las semillas, determina que las únicas semillas legales son las registradas y certificadas y obliga a los productores a informar el material que van a sembrar.  Una movilización popular muy fuerte que logró que la Resolución 970 fuera congelada por dos años.

En Chile, la ley de semillas fue actualizada en 2010 pero la oposición de organizaciones campesinas e indígenas logró que Michelle Bachelet retirara la Ley de la discusión parlamentaria.

Una consecuencia de estas leyes es la bioprospección, que son contratos que realizan los Estados, las comunidades u organizaciones que poseen conocimientos ancestrales sobre las semillas o plantas y sus usos, con centros de investigaciones o grandes compañías para permitir la búsqueda de material genético patentable.

Estas búsquedas terminan por permitir el robo del patrimonio de los pueblos, al cual convierten en una mercancía, permitiendo de esta forma la biopiratería.

Palabras finales

En el libro “El mundo según Monsanto”, Marie Monique Robin realizó una entrevista a la física india Vandana Shiva, quien sostuvo: “Una vez que haya impuesto (Monsanto) como norma el derecho de propiedad de los granos modificados genéticamente podrá cobrar los royalties (regalías); dependeremos de ella para cada grano que sembremos y cada campo que cultivemos. Si controla las semillas, controla la alimentación; Monsanto lo sabe, es su estrategia. Es más poderosa que las bombas, es más poderosa que las armas, es el mejor medio de controlar a las poblaciones del mundo” (Robin, 2008).

En la actualidad, los pueblos campesinos e indígenas son quienes producen la mayor cantidad de alimentos que se consumen a lo largo del planeta. Las grandes compañías, mediante este tipo de embates, buscan controlar los sistemas de producción y definir las políticas alimentarias a seguir, los alimentos que se consuman y cómo se producirán en todo el planeta.

 En conclusión, se destruirá por completo la Soberanía Alimentaria y la Biodiversidad.

No olvidemos que la diversidad genética  hace posible la vida en el planeta Tierra.

 

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