Estamos atravesando tiempos difíciles. Nuevamente guerras, Ucrania, Palestina, Yemen, Siria, guerras por intereses económicos que ponen en juego la vida de muchos seres humanos y se llevan la de tantos…, afectando, además, la calidad de vida de todos.
En este contexto me interpelo y pienso en la cotidianidad. Es común encontrarnos con alguien y preguntar ¿Cómo estás? y que la respuesta sea… luchando…
¿Acaso es que tenemos naturalizado que la vida es una lucha y que debemos esforzarnos y “tirar del carro”? ¿No podemos bajarnos del carro y cambiar la actitud por otra en la que no esté el combate?
¿No sería más sabio tomar una actitud de acción y no de reacción?, pero en positivo, sin que medie lucha alguna.
La naturaleza vive en armonía, y la vida se va abriendo paso, fluye todo el tiempo.
Los seres humanos tenemos la fantasía que podemos manejar todo. Es justamente en ese “controlar” donde la vida pierde la naturalidad de fluir.
Otras veces nos manejamos sin hacernos cargo de nada porque “el destino está marcado”.
Dentro de ese fantasear y muchas veces como consecuencia del no hacernos cargo, le echamos la culpa a nuestro “destino”. Casi todos hemos caído en la tentación de adjudicarle al destino nuestros fracasos, responsabilizar a la fatalidad de lo que nos sucede. Es una fórmula mágica que todo lo justifica.
Destino y libre albedrio
El problema es que, si aceptamos que existe un destino fijado, todo carecería de sentido, y nos libraríamos de nuestra responsabilidad. El destino sería por lo tanto el antónimo del libre albedrío.
Muchas son las veces que se utilizan tanto la palabra destino como predestinación y a través de ellas podemos explicar y darle sentido a situaciones difíciles que se nos plantean en la vida. Así, las adversidades pasarían a ser inevitables, producto de un castigo por nuestras acciones o una prueba que, si se pasa, luego será recompensado.
También solemos asociar los éxitos con un fuerte componente de suerte, depositando la responsabilidad de lo que ocurre en fuerzas ajenas a nosotros mismos.
El destino es también un punto de llegada, el lugar hacia donde nos dirigimos o el término de un trayecto, pero no disfrutamos del trayecto, eso que estamos viviendo en nuestro presente, a cada momento.
Si somos partícipes activos de lo que nos sucede, podemos cambiar nuestra vida para bien.
Sin luchar contra nada ni nadie.
Si aceptáramos que existe la predestinación o un camino escrito por una fuerza superior, estaríamos renunciando al control de nuestra propia vida, y nos podríamos instalar en la idea de que no es posible darle un giro a lo que nos ocurre.
El conocimiento de nuestras fortalezas y debilidad, dándole quizá una respuesta nueva y creativa a sucesos que se repiten, más allá de saber que hay factores que escapan al control individual, seguramente vamos a poder tomar esa acción que nos convoque a la travesía de forma más fluida y con mayor liviandad.
Quizás el secreto sea estar despiertos y atentos, e ir plantando la semilla de nuestros deseos con amor y coraje.