La peor tormenta

Salió como todos los días a pasear al perro, y la vecina de enfrente barría la vereda mirándolo mal. Claro,  la tipa pensaba que su mascota era un lobo, la muy chiflada. El perro en cuestión, Rufo, era como un perro normal, a pesar de ser un lobo de crin. Un lobo de crin o algo así, un animalito que recogió en un viaje. Al volver del paseo, después de abandonar bien abandonado el celular en su mesa de luz, Claudio preparó las pocas cosas que necesitaba para relajarse del chusmerío de su pueblo: su caña de pescar y su mochila, ambas siempre listas. Y se fue con Rufo a su cabina en el bosque de las afueras del pueblo.

Esa noche, Claudio se alegró de haber pescado dos peces, a veces pasaban varios días ahí junto a Rufo y no conseguía pescar nada. Celebró cocinando los bichos en una fogata, el más chico fue a parar a la garganta de Rufo, y el otro se lo comió él.

Esa noche, el viento castigó furioso a su pobre cabaña. Claudio no pudo ni pensar en dormir: oyó a las maderas temblar, las ramas golpeando y el ruido de los ventarrones se hacía ensordecedor. La cabaña entera empezaba a sacudirse.

Prendió la radio que traía en su mochila: alerta meteorológica. Soltó un lamento, quisiera haber traído el celular. No podía llamar al 911 para avisar a los rescatistas. O a quien sea:

―La puta que me parió ―dijo Claudio, palpando las gotas que habían empezado a caer sobre su bolsa de dormir―. Esta porquería se viene abajo.

Una madera de la pared se desprendió sobre Rufo, que se hizo a un lado de un salto. Comenzó a ladrarle al trozo de madera desmoronado. A través de la incipiente rotura la lluvia irrumpía entre hojas de árboles y ramas pequeñas.

―¡Wuauh! ¡Wuauh! ¡Wuauh!

―Tenés razón, Rufo. No sé. No sé a dónde mierda vamos a ir. Pero tenemos que rajar de acá.

Claudio se apuró a guardar la radio, salió afuera con su mochila a espaldas y Rufo en sus brazos. Atrás, oyó un estruendo: giró la cabeza y vio a su cabaña derrumbarse en un entremezcle de maderas. Sobre su cabeza, la rama de un árbol se partía, se le venía abajo, terminando por aplastarlo. Al amanecer, Claudio se despertó debajo de esa rama, con un frío de hipotermia. Temblaba de frío y de dolor.

El tronco seguramente me rompió algunas costillas o algunos huesos, pensó, mientras lo veía a Rufo no tan lejos de él, detrás del tronco.

―Rufo, gracias. Gracias, querido ―dijo, acordándose de aquella vecina que ayer barría la vereda―. Me lamés las heridas. Estás conmigo en todas. Estás conmigo… ahora… estás ―vio a Rufo girar su cabeza en torno a él detrás del tronco―.

La bestia tenía su cabeza entera empapada de sangre y se aproximaba lentamente hacia él, con sus patas largas y negras.

Pablo Ludueña

Deja una respuesta

Deja una respuesta