Por Jorge Francisco Cholvis*
La cultura de la Argentina se nutre de distintos aportes y el de los pueblos originarios constituye uno de ellos, y de tal forma había quedado evidenciado en la en la Asamblea Nacional Constituyente y en la Constitución Nacional de 1949, abolida posteriormente por un bando militar y que ha sido posteriormente ocultada, marginada y dejada fuera de los antecedentes constitucionales de la República Argentina.
Los blancos europeos consideraban a los indios como invasores de sus dominios, aunque con las mismas o más razones, juzgaba el indígena a los “huincas”. Para los pueblos originarios los conquistadores eran los intrusos de sangre europea. El alegato que desde la “civilización” se daba a conocer invocando representar a la parte del país sujeta a leyes e instituciones, era negado por el indígena acusando al gobierno de la ciudad lejana y a sus fuerzas como culpables del despojo de sus tierras y ganados, pues entendían que les pertenecían.
La paz que implementó el mundo del “progreso” fue el aniquilamiento del indio. La guerra que éste hacía era la justificación ante la violencia del blanco. Aquello construía de verdad, una frontera o infranqueable valla, marginando y ocultando las tradiciones de las culturas tehuelches, araucanas, guaikurúes y de otros pueblos originarios.
No se pueden dejar de hacer algunas consideraciones acerca de las principales motivaciones de la réplica indígena. Es menester considerar que aparece como una respuesta a los ataques ejercidos por los poderes políticos nacionales y/o provinciales para la ocupación de la tierra y en el mejor de los casos, para someter a la masa indígena como peones o sirvientes. “Frente a esta realidad, los indígenas oponen sus ideales de libertad y la reafirmación de su identidad cultural, factores ambos que propenden a la continuidad de la totalidad de su existencia.
La consecuencia de este antagonismo es la violencia que en forma creciente gana posiciones”1. Violencia que tanto se ejerció en las tierras del sur como en las del norte de lo que hoy es la República Argentina.
Los problemas que se vinculan a la tierra son en nuestro país los más antiguos, los más difíciles y los más escandalosos. A esos asuntos se ligan otros de moral pública, de despojos y de negociados que forman parte de la postración nacional. Y el denominado problema del indio se relaciona directamente con la cuestión central de la tierra fiscal. “El exterminio del indio fue paralelo al saqueo de la tierra”2.
Por eso José Hernández en ese tiempo condena la cruel matanza y propone métodos “más en consonancia con nuestros sentimientos humanitarios y cristianos”, para “neutralizar el mal y hacer al salvaje mismo partícipe de los beneficios de la civilización”, como sostuvo en el editorial de El Río de la Plata del 20 de agosto de 1869.
“Tierras y ganados, mostrencos y cimarrones, pertenecían de hecho al indio. Las campañas llevadas contra él no fueron empresas de civilización, sino grandes especulaciones para fundar y consolidar un sistema agropecuario que enriqueciera a un amplio grupo de familias”3.
El problema de la tierra signa la lucha de las comunidades indígenas. Los derechos de propiedad de sus tierras y haciendas que invocaba el indio, eran ciertos y válidos. El gobierno de la “civilización” para despojarlo utilizó un doble camino: combatir al indio, y al mismo tiempo emprender negociaciones para desalojarlo por medios pacíficos hacia lugares de pastos pobres, alejados de las vías comunicación y de los centros poblados.
Álvaro Barros también en esa época del siglo XIX expresaba con toda claridad, que “estamos contra la idea del exterminio de los indios, por ser esto más que innecesario, inconveniente, injusto y bárbaro”4. Lo que en Barros es prosa de periodista, se transforma en inspirado y preciso verso bajo la pluma de Hernández. “La civilización por exterminio no es civilización”5.
Cuando el indio se encarnizó en defender sus haciendas, es el tiempo que llegó el pretexto de la civilización. Se enconaron los ánimos y no se cumplían los pactos. Las líneas de fronteras eran frágiles vallas que encerraban caballos y vacas.
“El indio peleaba por su tierra y por sus haciendas, que había cedido bajo la fe de que obtendría cómo vivir en compensación; y cuando eso se le negó llevándolo a una guerra de exterminio, se levantó en masa contra sus enemigos (…) Y la matanza final de los indios dio la razón a las armas de fuego y a la fuerza, pero no a la justicia.
Todo lo que se ha sembrado y edificado sobre la tierra del salvaje; todo lo que se ha producido para la prosperidad del país se hizo contrayendo una deuda sagrada. Esa deuda es el silencio sobre estos episodios de nuestra historia, de la conquista del país de los ganados por el ejército, de una riqueza nacional cuya base ha sido el despojo y el crimen (…) Pues la Argentina ha sido el único país donde la conquista española, iniciada en la isla de Santo Domingo y en Nueva España como guerra de exterminio, se llevó a cabo hasta sus últimos extremos”6.
Y en ese enfrentamiento de estas dos sociedades, blanca y europea e india y originaria, de abundancia y miseria, “se conforma el antagonismo del que nace el malón, los fortines defensivos y la guerra civil por los vacunos”7 Como sostuvo el Comandante Prado también en dicho tiempo, ante la nueva estrategia impulsada por Roca “las divisiones se lanzaron a la conquista de la Pampa, realizando lo que alguien llamó con acierto una serie de malones invertidos”8.
A mediados de la década del 80 del siglo XIX sostenía Aristóbulo del Valle que “la conquista de la América se ha hecho en la parte Sur, bajo principios que no se ajustan, sin duda alguna, a la alta regla de criterio que está fijada, sea por razón de creencias religiosas, o por razón de la época en que esta conquista se hacía. La América del Sud, fue conquistada a sangre y fuego”9.
En su concepción del problema, entendía del Valle, que en nuestro país la lucha producida “entre el hombre civilizado y el salvaje”, fue una “guerra de exterminio” que han hecho los gobiernos argentinos a los pueblos originarios, “no tenemos de qué felicitarnos, y de qué desligar mucho la responsabilidad de nuestros hombres civilizados por los medios de defensa de que hemos echado mano: para contrarrestar el extermino hemos contestado con el exterminio, al incendio con el incendio, al cautiverio con el cautiverio”10.
Por ello, dejaba formulado el interrogante sobre de qué forma se había cumplido hasta ese momento el precepto aquel de la Constitución, que entre las atribuciones del Congreso instituía la de “conservar el trato pacífico con los indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo”, como establecía el art. 67, inc. 15 de la Constitución Nacional, vigente en esa época.
Ante el resultado que la realidad histórica nos trasmite y el precepto citado de la Constitución histórica, es importante hacer notar asimismo que la Convención Nacional Constituyente de 1949 había eliminado toda mención a los indígenas, “por cuanto no se pueden establecer distinciones raciales de ninguna clase entre todos los habitantes del país”. Aprobada el 11 de marzo la nueva Constitución estableció únicamente: “Proveer a la seguridad de las fronteras” (Art. 68, “Atribuciones del Congreso”, inc. 15).
El Anteproyecto de reforma de la Constitución aprobado por el Consejo Superior del Partido Peronista el 6 de enero de 1949, expresaba la justificación sobre esta reforma: “La modificación de este artículo consiste en eliminar la alusión al trato pacífico con los indios y su conversión al catolicismo, aspecto que hoy resulta anacrónico, por cuanto no se pueden establecer distinciones raciales, ni de ninguna clase entre los habitantes del país”11.
Ciertamente, la cultura de la Argentina se nutre de los distintos aportes y el de los pueblos originarios constituye uno de ellos, y de tal forma había quedado evidenciado en la en la Asamblea Nacional Constituyente y en la Constitución Nacional de 1949, abolida posteriormente por un bando militar y que ha sido posteriormente ocultada, marginada y dejada fuera de los antecedentes constitucionales de la República Argentina.
La reforma a la Constitución Nacional del año 1994, como no podía ser de otra manera, suprimió también la anterior redacción de la Constitución histórica e instituyó el principio del pluralismo étnico-cultural acorde a las más avanzadas concepciones sobre la convivencia del hombre contemporáneo y el respeto de su ámbito cultural. Por ello, en el inc. 17º del art. 75 estableció que le corresponde al Congreso:
“Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afectan. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”.
Esta norma fue sancionada por el Plenario en sesión ordinaria del 11/VIII/94, por aclamación, unanimidad y sin debate. Se encontraban presentes en el recinto 300 indígenas de los pueblos: Pilgala, Huilche, Toba, Mocoví, Chane, Guaraní, Coya, Calchaquí, Huarpe, Chañe, Chorote, Mapuche, Tehuelche y Ona12.
Así fue que la Constitución reformada en 1994 incluye este precepto promisorio para los pueblos indígenas. Aunque todavía los mismos son enunciados de verdades que no se hacen efectivas en la realidad. En ello, contradictoriamente muchísimo tiene que ver el peso que tienen resabios culturales de los sectores hegemónicos que priman en el ordenamiento jurídico y social. Por ello están pendientes de cumplimiento la mayoría de los preceptos de la Constitución vigente. Lo cual también es una deuda a cancelar.
Porque se hace indispensable poder implementar dichos principios constitucionales, recurramos aunque sea brevemente al nuevo constitucionalismo de los países de esta parte sur de América, que establecen con precisión el tema de los pueblos originarios. Tal, por ejemplo la Constitución de Bolivia, de octubre de 2008 cuyo artículo 2° señala expresamente que:
“Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley”.
La Constitución de Ecuador de 2008, en su Título II – Derechos, Capítulo Cuarto, “Derechos de las comunidades, pueblos y nacionalidades”, establece en su artículo 56 que “Las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas, el pueblo afroecuatoriano, el pueblo montubio, y las comunas forman parte del Estado ecuatoriano, único e indivisible”. Y en el siguiente artículo 57 establece en 21 incisos los derechos que “se reconoce y garantizará a las comunas, comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas, de conformidad con la Constitución y con los pactos, convenios, declaraciones y demás instrumentos internacionales de derechos humanos”. Ese artículo con detalle menciona “los derechos colectivos”, alguno de los cuales son:
Mantener, desarrollar y fortalecer libremente su identidad, sentido de pertenencia, tradiciones ancestrales y formas de organización social; no ser objeto de racismo y de ninguna forma de discriminación fundada en su origen, identidad étnica o cultural; conservar la propiedad imprescriptible de sus tierras comunitarias, que serán inalienables, inembargables e indivisibles; mantener la posesión de las tierras y territorios ancestrales; la consulta previa, libre e informada, dentro de un plazo razonable, sobre planes y programas de prospección, explotación y comercialización de recursos no renovables que se encuentren en sus tierras y que puedan afectarles ambiental o culturalmente; participar en los beneficios que esos proyectos reporten y recibir indemnizaciones por los perjuicios sociales; mantener, recuperar, proteger, desarrollar y preservar su patrimonio cultural e histórico como parte indivisible del patrimonio del Ecuador; desarrollar, fortalecer y potenciar el sistema de educación intercultural bilingüe, con criterios de calidad, desde la estimulación temprana hasta el nivel superior.
Debemos saldar la historia de nuestra identidad con nuestros orígenes. Debe quedar claro que se la pretende mantener contraída por un proyecto “civilizador” que despreció los rasgos culturales no europeos e ignoró el pluralismo étnico-cultural.
A la luz de dicha concepción “civilizadora” dominante, las tradiciones y cultura de los pueblos originarios, quedaron reducidas a sólo meras “supersticiones”. En esas condiciones será imposible instalar un multiculturalismo, por medio del cual hacer efectiva una coexistencia pacífica de diferentes culturas. En nuestro tiempo contemporáneo y de migraciones masivas, la pluralidad cultural tiene que ser un hecho irreversible.
Por ende, para darle vigencia a ese elevado objetivo no basta una modificación de la Constitución escrita o una modificación en el rumbo político y económico, si éste no viene acompañado de un cambio cultural que defienda y acepte las particularidades propias de cada grupo humano. Ello debe de integrar el debate constitucional contemporáneo.
Es imprescindible darle vigencia a los preceptos constitucionales y legislativos vigentes, tales la Ley Nacional de Orden Publico 26.160 y sus prorrogas 26.554, 26.894 y 27.400; al Código Civil y Comercial, art. 18; al Documento denominado “Pacto del Bicentenario entre el Estado y los Pueblos Indígenas” enunciado en el marco del Decreto PEN 700/10; al Convenio N° 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y a otras trascendentes Declaraciones emanadas de la propias Naciones Unidas.
Por todo ello, es indispensable sancionar la ley de carácter regulatorio que desarrolle efectivamente los principios enunciados y los aspectos esenciales para su adecuada instrumentación. Y a esos efectos debería comenzar el tratamiento del Proyecto de Ley de Instrumentación de la Propiedad Comunitaria Indígena surgido de la lucha y del arduo trabajo, del debate y de la participación de los representantes de las Comunidades y Organizaciones Indígenas, presentado en el Congreso Nacional por las Organizaciones de Pueblos Indígenas de la Región NOA – OPI-NOA (Jujuy, Salta, Tucumán y Santiago del Estero), consensuado en Asamblea realizada el 17 de marzo pasado, en Territorio del Pueblo Omaguaca.13
Como señalan los fundamentos de dicho proyecto de ley entendemos que merece ser considerado por el Honorable Congreso de la Nación, toda vez que existe una imperiosa necesidad de Instrumentar el Derecho de la Posesión y Propiedad Comunitaria Indígena, impulsando la continuidad de las mismas, consolidando sus objetivos y considerando la deuda que tiene el Estado con los Pueblos Indígenas, como parte de la Reparación Histórica.
A esos efectos, tampoco se puede dejar de tener presente que el Papa Francisco en su participación en el II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares 14, entre otros importantes conceptos sostuvo como principio eminente, que el objetivo ha de ser buscar la conjunción de pueblos y culturas, “una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta contra, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos”15.
*Publicado en el sitio Red Nacional y Popular de Noticias