Soldado argentino sólo conocido por Dios

(Por Nicole Martin) A Gustavo “Fatiga” Giménez la muerte le caminó a la par durante sesenta y cinco días. Tenía dieciocho años cuando lo dispusieron soldado conscripto clase sesenta y dos, a partir del desembarco argentino en las islas del 2 de abril de 1982. Ese día comenzó el conflicto bélico que finalizó el 14 de junio con la rendición argentina. 

En el cementerio de Darwin, en Malvinas, yacen 238 combatientes argentinos víctimas de la guerra. 123 cuerpos no fueron identificados y descansan bajo la lápida grabada con el epitafio “Soldado argentino sólo conocido por Dios”.

Gustavo hubiera sido uno de ellos porque no tenía chapa identificatoria ni arma que funcionara. Esta es una de las tantas incongruencias sobre la guerra que dejó un vacío en el corazón de todos los que participaron.

Gustavo Gimenez

-¿Cómo viviste aquel 2 de abril?
Lo recuerdo muy bien porque ese mismo día me di cuenta que iba a viajar. Estaba cursando quinto año en el colegio Nacional Mariano Moreno de la localidad de Moreno. Ya había perdido un año de cursada por la colimba (argentilicio que significaba corre, limpia y baila, para graficar el Servicio Militar Obligatorio vigente en esos años).
Al empezar la colimba me hice amigo de un teniente primero y llegue al acuerdo de anotarme en el secundario e ir al cuartel únicamente el fin de semana.
El viernes 2 de abril estábamos los alumnos en formación para escuchar el himno y todos festejaron cuando el director anunció con bombos y platillos, la recuperación de las Islas Malvinas. En ese momento, cerré los ojos fuerte. Sabía lo que me esperaba.
Al día siguiente me vinieron a buscar a las cuatro de la mañana para que me presente en el Regimiento de Infantería Mecánica N°3 en La Tablada.

-¿Cómo transcurrieron los días anteriores a viajar?
Durante la primera semana en el regimiento me escapé todas las noches. Pensaba alguna excusa, generalmente comprar cigarrillos para el Teniente, salía y regresaba a la madrugada. Sabía que me quedaba cada vez menos para disfrutar de mi hogar y mi familia.
El 10 de abril me incluyeron en la lista de los que íbamos a Malvinas. Partimos a El Palomar, de ahí en un Boeing 707 de carga volamos a Río Gallegos y el lunes 12 de abril, llegamos al aeropuerto de Stanley a bordo de un Foker F27 de la II Guerra Mundial. Nuestro destino fueron las colinas de Sapper Hill, cerca del pueblo y detrás de la casa del gobernador.
Lo que más me acuerdo es el frío. La ropa que teníamos no era la adecuada y no teníamos suficiente comida.

malvinas-1493836h430-¿Cómo se las arreglaron para comer?
Una sola vez al día podíamos ir a buscar comida a otro regimiento. Caminábamos 1500 metros y traíamos una sopa extraña y sin sabor en cilindros metálicos sin tapa. Por el trayecto y el frío llegaba congelada y era poca para el grupo.
A los pocos días, empezamos a escaparnos a buscar comida. Recuerdo una manzana verde que encontré cerca de un basurero y de una casa cercana que fue abandonada y fuimos a saquear. Allí encontramos un pollo que cocinamos junto a una cebolla que teníamos hacía algunos días. Así fue como perdí 15 kilos sin más régimen que el hambre.

-¿Cuándo sucedió el primer ataque inglés?
El 29 de abril por la noche empezó el primer cañoneo naval inglés. Vimos junto a mis compañeros el reflejo de las explosiones, seguidas por el ruido y el impacto de las bombas . Tiraban tandas de cinco o seis bombas y paraban para corregir el tiro. Le apuntaban a un radar argentino que estaba arriba del Monte Sapper Hill.
A los soldados nos aseguraron que el radar se había salvado, pero al final de la guerra vi que estaba completamente destruido. Después de esa acción inglesa, el primero de mayo atacaron el aeropuerto de Stanley.

Aparte del frío, del hambre y las mentiras, también esperábamos morir por el combate con los ingleses. En mi caso, sin poder defenderme. Mi armamento consistía en una PAM 3 de la II Guerra Mundial -con balas de 9 mm de corto alcance- que no funcionaba porque cuando la intenté limpiar un resorte salió volando.
Pasé los 65 días de guerra en un pozo de zorro de no más de un metro que cavamos con el soldado Battaglia, mi compañero. El agua empezaba a brotar del piso pasando esa profundidad, así que lo acondicionamos como pudimos con alguna madera de base. La bolsa de dormir y una frazada eran nuestra única protección ante el frío que te rajaba los huesos.

-¿Cambió tu concepción de la muerte haber sobrevivido la guerra?
Ahora me la tomo con humor. La siento como un tema cotidiano y hago chistes. Pero me trastorna pensar que mis hijos se pueden morir antes que yo. Me pongo en el lugar de mi viejo pensando durante dos meses y medio que su hijo se podía morir o que ya estaba muerto en vida. Fue al que más le afectó mi participación en la guerra. Murió muy joven, a los sesenta años. Magnifico ese miedo y quizás por eso sobreprotejo a mis hijos demasiado.

-¿Cómo fue el regreso a casa?
Después de rendirnos el 14 de junio, acampamos durante cuatro días antes de pegar la vuelta. Caminamos a Stanley mientras aguardábamos a embarcar, descubrimos un depósito lleno de víveres que no se habían llegado a repartir. Había de todo, whisky, Cinzano y Gancia. Encontré una caja de cigarrillos Marlboro y una lata de dulce de batata que comí hasta vomitar del atracón.
Prendimos unas velas para iluminar que se cayeron al piso cuando salimos y provocaron un incendio descomunal que casi incendió todo Stanley.

placa-soldado-argentinoDespués subimos a un pequeño barco custodiado por ingleses, ahí nos enteramos de todas las mentiras que nos habían dicho nuestros generales. Por ejemplo, que el barco Camberra no había sido hundido, sino que era el que nos iba a trasladar a casa. Ahí los militares ingleses nos trataron muy bien, nos preguntaron si teníamos algún problema de salud y hasta nos administraron medicinas. Incluso, estuvimos en contacto con los soldados ingleses. Uno de ellos me pidió mi reloj Tressa como souvenir y se lo cambié por el mismo paquete de cigarrillos Marlboro que me habían quitado antes de subir al barco.

-¿Qué cambio notaste en vos mismo cuando volviste a tu casa?
Lo que más noté -como también lo que más me dolió- fue que nunca pude volver a ser adolescente. Ni siquiera quería volver al colegio. No quería escuchar a una profesora hablarme de geografía ni historia. Había venido de una guerra, de morirme de frío y hambre. Vas a matar a alguien, que es el peor sentimiento. Y el mejor es el compañerismo.
A los veinte tenía la madurez cerebral de un tipo de cincuenta, volví como un viejito de veinte años.

-La primera vez que volviste a las islas ¿Cómo viste la diferencia entre el pibe que se fue y el hombre que volvió?
Volví en 2010, después de meditarlo muchísimo. Más que nada por una cuestión de plata, porque es carísimo Malvinas. Decidí ir ese año porque los días coincidían con las fechas de 1982. Me acompañó mi mujer, quien se bancó veintiocho años a un ex combatiente -esa es otra guerra-.
Cuando llegue lo que más me llamó la atención fue que en el taxi el volante estaba a la derecha. Me sentí abruptamente en Inglaterra. Llegamos al hotel y nos fuimos corriendo para el muelle. Tenía desesperación por ver el lugar donde había partido a mi casa veintiocho años antes. Me empecé a acordar de los soldados, de cómo nos subían a los barcos para volver. Era un bebé, un pendejo imberbe. Uno de mis hijos en ese momento tenía 18 años, y yo me imaginaba personificado en mi viejo y viendo a mi hijo volver de una guerra.
Al otro día lo primero que hice fue ir al campo donde se asentó mi regimiento. Me imaginé a mi hijo durmiendo en el pozo de zorro donde yo me refugiaba de la muerte. Desapareciendo del frío y el hambre. Me proyectaba en mi padre, que cuando fui a la guerra tenía cuarenta y nueve. Y yo tenía cuarenta y ocho en el 2010.
Después volví en el 2011 y en el 2013. Y todavía no puedo entender como hicimos para estar sesenta y cinco días ahí en el frío, cagados de hambre, esperando que nos maten. Las tres veces q fui a encontrar alguna explicación, pero cada vez entiendo menos. Me las rebusque para estar vivo. Pero no soy un héroe.


Muerte en primera persona

 

Las guerras no se ganan. Los que sobrevivimos quedamos muertos en vida. Y los que no, ni siquiera. Mi nombre es Gustavo y tengo 52 años. En la guerra sólo hay dos caminos a seguir: matar o morir. El arma que me dieron mis superiores no funcionaba, así que sólo me quedaba esperar a que algún par de ojos me mire por última vez. Caminé con las mismas medias mojadas durante 65 días a la par de la muerte. Incluso una tarde, me pasó por arriba de la cabeza.

En abril de 1982, estaba parado encima de una loma cuando escuché el ruido del primer avión. Todavía no había empezado oficialmente la guerra. El zumbido provocó una psicosis general. Yo sólo pensé en mi padre, sufriendo en casa. Por mí, por él. Por todos los pibes de veinte años que nos estábamos consumiendo del frío en un pozo de zorro, debajo de la tierra, esperando a la muerte. La tragedia no era esa, sino que no habíamos vivido ni un cuarto de nuestras vidas y ya rezábamos para que se termine. Así se iba a ir el frío y la incertidumbre de no saber como iba a terminar esta mierda.
Observé como un avión averiado descendía en mi dirección a doscientos metros. Las balas lo cruzaban y le hacían agujeros por todos lados. Era como un ferrocarril que bajaba en picada directo a mi nariz. No me moví. Quería que me partiera la cabeza al medio. Que me rebane las mismas tripas a las que no les quedaba fuerza para crujir de hambre. Que se muera conmigo la sensación de no saber cuándo iba a comer otra vez.
Pero no. El avión pasó quince metros por encima de mí y cayó en un arrollo a cien metros. El piloto no eyectó. Todos esperamos atentos a que un helicóptero o una lancha inglesa viniera a rescatar a sus tripulantes. Pero tampoco.

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El piloto se llamaba Gustavo Argentino García Cuerva y se murió esperando que su país lo rescate. El suyo fue el primer avión derribado en Puerto Argentino. Era de los nuestros. Hundido por nosotros.
La muerte del piloto argentino asesinado por argentinos me afectó considerablemente más porque el pendejo llevaba mi nombre. No quería estar ahí viendo llorar a mis compañeros por el avión que habíamos tirado.
Quería volver a quinto año del secundario y estar con mis amigos. No quería conocer a la muerte de tan pibe. Quería estar vivo un ratito más. Pero no.

La justicia no existe. Antes de conocer Malvinas suponía que las cosas sucedían según un extraño pero justo orden de las cosas. En que cada uno recibe lo que se merece y ya. Suponía que si estaba sacrificando mi juventud para servir al país, iban a darme de comer y a servir como a un soldado de la justicia. Pero no, tampoco. Ahí descubrí que las vidas de mierda son asignadas al azar por el dedo gordo y sano de los hijos de puta que manejan el mundo.

La mitad de los caídos en Malvinas lo hicieron en el crucero Belgrano. Se hundieron como una piedra en el mar. Seguro había más de un Gustavo ahí. Hice el servicio militar obligatorio en el Regimiento de Infantería de La Tablada. Por puro azar. Si en vez del ejército, me hubiera tocado luchar por la patria al servicio de los militares en el cielo o el agua, sería un fiambre. Uno sin nombre, porque no me dieron chapa identificatoria. Sería otro soldado argentino sólo conocido por Dios, como dictan las lápidas del cementerio de Darwin. Así descansan la mitad de los 237 compañeros que se quedaron debajo de la tierra de las islas.
El 14 de junio de 1982 volví de Malvinas -o capaz no, que se yo-. Lo que más me dolió fue perder la adolescencia. Esa sensación de tener el futuro agarrado tan fuerte que incluso te podes hacer el boludo, vivir el presente sabiendo que el futuro está entre las piernas de cualquier mina que te de bola. Porque eso es lo único que te importa.

Cuando volví quería era ser invisible para el resto de la humanidad. Para mis viejos, que querían imponerme el olvido como podían. Para mis compañeros de la escuela, que me daban palmadas en la espalda creyendo que era un héroe por haber matado a un inglés.
Para mí mismo, que no me daban los huevos para decirles que había estado metido en un pozo bajo la tierra 65 días. No pude matar a nadie.
Para el resto del país, que no paraba de hablar del mundial, de Maradona, de la crisis y de más mierda. Yo pensaba que, al volver, el dolor nos lo iba a sanar nuestra patria. Esa por la que estuvimos cagándonos de hambre y de frío, y ahora quería que escondiéramos la vergüenza de haber sido derrotados como ratas. Como zorros debajo de la tierra.
Pero no, tampoco.

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