Los alimentos, si envenenan, no son una buena práctica agrícola

20 años de un modelo basado en transgénicos y agrotóxicos trazaron una huella de daño y dolor difícil de dimensionar. Imposible de cuantificar desde las lógicas mercantiles, e intolerable para cualquier ser sensible. Hay que desarrollar alimentos sin agro tóxicos

Mientras el crecimiento del área sembrada aumentó alrededor del 30%, la venta de agrotóxicos lo hizo casi un 900%, lo que significa que cada vez se aplica más veneno por hectárea. De esta manera el agronegocio desató una verdadera crisis sanitaria y ambiental, que reflejan muchos estudios independientes de Universidades Nacionales.

La voz de alarma que llegó de pequeños grupos de vecinos (rápidamente tildados de «locos» o “ambientalistas”) es hoy un reclamo ineludible. No sólo en los pueblos donde el cáncer, los abortos espontáneos o las malformaciones en nacimientos han hecho estragos, sino en la población de las grandes ciudades que descubre horrorizada que los venenos estuvieron todo este tiempo en sus ensaladas y tartas; algodones, aceites o dulces.

Frente a este clamor, el ninguneo y el silencio de empresas y funcionarios se desmorona. Por eso el miércoles 11/7, los Ministros de Agroindustria, Medio Ambiente, Salud, y Ciencia y Tecnología dieron una conferencia de prensa donde presentaron un documento y escenificaron una nueva lavada de cara a un sistema que envenena y mata: el Estado asume los criterios de las llamadas “Buenas Prácticas Agrícolas” (BPAs) para el establecimiento del “resguardo” frente al peligro de las fumigaciones, y se dispone a impulsar legislación con ese criterio.

Decimos que es una “lavada de cara” porque durante años dijeron que los «productos fitosanitarios» eran «inocuos para la población y el ambiente», aun cuando ya sabían que eran todo lo contrario, como revelan documentos de la propia Monsanto. Cuando ya no pudieron seguir tapando el sol con la mano, y las mentiras de inocuidad fueron evidentes, sacaron de la galera este discurso de “buenas prácticas” para endosarle el daño a los productores por “malas prácticas”.

El discurso en la Rural lo elaboraron las propias organizaciones que se benefician con el agronegocio: Aapresid, CREA, ASA, Casafe, ArgenBio, la Bolsa de Cereales, etc. atrás de las que están corporaciones como Bayer-Monsanto, Syngenta, Corteva (Dow+Dupont) y otras. Han invertido en él mucho dinero para publicidad y marketing; y desde esta plataforma intentan influir en los programas educativos y en la definición de políticas públicas.

Lo nuevo es que ahora este discurso empresarial es asumido por el Estado como propio.

Esto viene de la mano de un Gobierno que cambió el nombre del Ministerio de Agricultura por Agroindustria, cuyo titular es quién hasta hace poco era presidente de la Sociedad Rural Argentina; y que sostuvo a Lino Barañao en Ciencia, un archi-conocido impulsor del agro transgénico que llegó a comparar el glifosato con “agua con sal”.

De paso buscan dar por tierra con los avances que muchas comunidades fueron logrando a través de ordenanzas de restricción de fumigaciones o prohibición de venenos en los ejidos. Las más resonantes quizá sean las que prohiben el glifosato en Rosario y Gualeguaychú, y que al momento de estas líneas están bajo fuego en los medios y la justicia.

Intentan, nuevamente, negar lo innegable: que la deriva de los agrotóxicos es incontrolable; que poco y nada sabemos sobre la dinámica y la sinergia que esas cientos de moléculas o «principios activos» desarrollan en el ambiente y entre sí una vez liberadas; y que no pueden afirmar que todo esto carece de impactos en la salud de la población, ante lo que debe regir el principio precautorio consagrado en nuestra legislación.

No pueden explicar por qué hay glifosato y AMPA en el agua de lluvia, incluso la que cae mucho más allá de las zonas agrícolas (como la Antártida…); por qué hay pesticidas en la carne de los peces, o en los lechos de nuestras principales cuencas hídricas; o por qué hay rastros de agrotóxicos en sangre y orina de todo aquel homo-sapiens que se hace un análisis.

Tampoco dicen nada sobre las verdaderas razones que empujan a los productores a aplicar cada vez más cantidad de veneno por hectárea para obtener los mismos resultados.
Estamos frente a una huida hacia adelante de quienes llevan muchos, demasiados años, embolsando enormes ganancias a costa de nuestra salud y del ambiente, profundizando la desigualdad y la violencia en nuestros territorios.

Este, como todo modelo extractivo, hipoteca los bienes comunes que nuestra generación debe preservar para las que vienen, como cínicamente enuncian en el documento presentado, citando los objetivos de “Desarrollo Sostenible” de la ONU.

Como corolario, abrieron la convocatoria a realizar «aportes» para darle una pátina democrática y participativa a una decisión que ya está tomada. Saben que es un latiguillo «que garpa» con una parte de la población: por eso se muestran plurales y dialoguistas, mientras encubren su compromiso a fuego con un modelo jamás sometido al debate democrático.

Si de verdaderas buenas prácticas se trata, hay que virar 180° hacia la agroecología: a recomponer los ciclos de la vida, los suelos, la biodiversidad. A una agricultura con familias en los campos, recuperando saberes y prácticas. A construir un nuevo vínculo entre el campo y la ciudad, democratizando los territorios.

Este camino no es un cuentito: ya está en marcha. Son miles de hectáreas produciendo de otra manera. Son productores que miran rindes y rentabilidades; son familias campesinas, quinteras y de la agricultura familiar peleando por tierra para vivir y producir; son técnicxs con ganas de aportar a otra cosa; son ferias donde el precio es el trabajo; son miles le vecinos de ciudades y pueblos que quieren dejar de comer veneno. Es una semilla milenaria que germinó, aún con 20 años de invierno tóxico en los campos, en los platos y en las mentes.

Fuente: Huerquen

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