Apuntes sobre el celular y las falacias del ser a través de

Por Gisela Mancuso

Es notable, o al menos para mí lo es, reconocer que el avance de la tecnología ha provocado tanto secuelas virtuosas como destrucciones subjetivas. 

Por una parte, los que no frecuentaban la palabra se vieron entusiasmados por escribir y esos mismos y otros encontraron, en la herramienta del lenguaje, un modo de acceder al conocimiento, de acceder a las imágenes de una montaña que quizá nunca llegarán a conocer o de imaginar los pies en la orilla de un mar físicamente inalcanzable. 

Por otra parte, se ha habilitado la destrucción sigilosa de la intimidad y se han instruido los pasos para tallar la escultura de la mentira. En efecto, escoltados por una célula que se reproduce fuera del individuo —el celular— se vive con la cabeza gacha; con el semblante y la sonrisa reflejados en una pantalla; se encorsetan esos dulces, aunque crueles silencios durante los que, justamente, descubrimos que nadie es idéntico sino a sí mismo; es decir, los perfiles de  nuestra identidad, el encuentro, en el intervalo del aburrimiento y el dolor de una habitación callada, de esas aristas que, como granos de arena que se agregan, nos permiten reconocernos, recrearnos en función de los deseos subyacentes al vacío.

 Ergo, idéntico a uno mismo no es aquel que, en lugar de hurgar en la pasión y el desasosiego de los días, reemplaza permanentemente la soledad incorporando a sus palmas una célula —el celular—, exterior al cuerpo humano. Una primera y aproximada manera de mentir. De mentirse. 

Asimismo, en un plan por acomodarse al mundo feliz de una ficción, y accediendo a las redes “sociales” (individuales), se suben fotos y videos con epígrafes que construyen el discurso falaz: “mírame, ¿no ves que mi vida es perfecta?” 

Y así, incluso por la falta de mérito para criticarse y no engañarse, se exhibe una mentira que no solo arrasa con el seno real de la existencia del usuario, sino que, como las magníficas publicidades que enlazan triunfos con un consumo, coadyuvan a que los observadores —por la vulnerabilidad propia de una edad breve o la sensibilidad del que no puede elevarse la estima—, repliquen las conductas, en contra de lo idéntico, para pertenecer a la red ficticia que se enarbola como una realidad. 

De este modo, sin una alerta, sin un “#esperjudicilparalasalud”, el abuso de las tecnologías priva al individuo-masa de ser individuo idéntico a sí mismo, conocedor de las tristezas, los deseos, las limitaciones y los lunares de felicidad de una vida. 

Y vamos siendo… Y van siendo —no todos— una masa amorfa colmada de ojos que no pertenecen sino a una mirada de conjunto. Es notable, por cierto, cómo se ha perdido, en quienes no reparan en esto, la unicidad de la mirada, el recreo de silencio, la preservación de un tiempo de intimidad cuyas derrotas y glorias queden reservadas en el seno del hogar. 

Cómo duele que se hayan evaporado las charlas secretas; el teléfono descompuesto; la siesta en el colectivo, donde todos hablan, gritan por teléfono lo que les sucede en lo inmediato, reiterando, en el instante real, una conducta propia de las redes sociales. 

Esta es la preocupación: el exhibicionismo de la mentira se traslada a los ámbitos reales (no virtuales); de esta manera, todos sabemos, todos creemos, ilusoriamente, que son los otros los que alcanzaron la felicidad de continuo. Siempre. Siempre felices. Exhibiendo una mentira que, para el ser idéntico perdido en la negación y para quienes son alcanzados, se transmuta en una creencia de verdad. 

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